En las primeras líneas del reportaje que estoy leyendo dice: “El psiquiatra José Andrade Muñoz apareció muerto en su Mercedes Benz dorado E-240. No llegó antenoche a su casa y ayer a las 06:03am el vigilante del estacionamiento de la clínica donde trabajaba reportó a las autoridades el hallazgo del cuerpo. Un disparo a quemarropa en el pómulo derecho con trayectoria transversal ascendente le segó la vida”.
Era mi psiquiatra. Llevo conmigo cinco periódicos donde aparece la noticia en primera plana. No puedo esperar a llegar a casa para leer y prosigo con la lectura mientras me dirijo caminando a mi edificio dos cuadras abajo.
“No es sicariato, en cuyo caso el disparo hubiese sido en la frente o el corazón, se denota más bien falta de pericia aunque premeditación. Tampoco se llevaron ninguno de sus efectos personales: reloj, efectivo de bolsillo, tarjetas de crédito… todo estaba con él. No parece un crimen pasional pues se trata de un solo disparo y en los crímenes pasionales hay saña. Sin embargo hasta ahora no se descarta ninguna hipótesis. El arma que se usó fue una pequeña y liviana Glock 9 milímetros”, cierra el reportaje.
Llego a casa, leo con atención la misma noticia en los otros periódicos buscando indicios. Enciendo mi laptop, las redes sociales, con el devenir de las horas, han convertido el suceso en un escándalo y la prensa amarillista teje sin parar una y mil historias que publican en su versión digital, previa a la de papel y que difunden en enlaces por Twitter y artículos de Facebook: enredos de faldas, cobradores insatisfechos, homosexualidad y hasta un extraño y complicado suicidio. Estoy segura de que inventan esas historias con la finalidad de vender más periódicos y ganar seguidores en twitter porque se nota que nadie tiene idea de quién ni por qué razón podría haber matado a este renombrado profesional de la salud mental.
Me mantengo actualizada por twitter y WhatsAp. Mi primo, el que me dio mi primer beso y quien ahora es casado y trabaja en homicidios del CICPC, me dijo que la policía hasta ahora no había detectado enemigos, amantes celosas, cobradores insatisfechos, ni seguros por pagar a viuda, ni herederos.
El Dr. Andrade desde hace veintiún años llegaba a su consultorio religiosamente a las 7 de la mañana y se retiraba a las 6 de la tarde. Sus pacientes lo respetábamos y se llevaba bien con sus empleadas; no tenía problemas conyugales y según los testimonios recabados era hasta buen vecino. Su esposa lo califica como excelente esposo y mejor padre; sus hijos como buen papá y mejor esposo; y sus padres y hermanos como un hombre trabajador, honrado y muy inteligente.
Voy al funeral. Se hace en una de las capillas del Cementerio del Este, huele a incienso y a flores. Todos vinieron. Faltan pocas horas para el entierro. Esperamos al cura. Hay una cola para ver al galeno por última vez. Es mi turno. Igual que otras mujeres no puedo resistirme cuando lo veo en su ataúd, me estremezco toda y mis ojos se hacen agua.
La prensa escrita y la televisión nacional e internacional están haciéndonos algunas entrevistas a los asistentes. Aquí estamos decenas de pacientes, casi todas mujeres; sus huérfanos: dos preadolescentes rubios y larguiruchos, lucen desconsolados; la viuda, con sus gafas oscuras y una sombrilla negra cerrada pidiendo justicia y quejándose de la inseguridad del país; sus últimos compañeros de trabajo y otros que alguna vez trabajaron con él; ex compañeros de clase tal vez buscando un poco de fama; quizás alguna que otra ex amante o novia y evidentemente muchos curiosos, todos estamos aquí.
La cadena colombiana Caracol me aborda en vivo, como lo acaba de hacer con algunas otras pacientes. Me pongo nerviosa, tengo el maquillaje corrido por las lágrimas, pero salir en tv me emociona y me armo de valor. Les digo la verdad usando más o menos las mismas palabras que acaban de usar las otras mujeres entrevistadas: el Dr. Andrade era un hombre abnegado, respetuoso, metódico y honesto, nunca se propasó conmigo ni, hasta donde yo sé, con ninguna otra paciente, y no conozco que tuviese enemigos.
Llego a casa con los pies cansados de los tacones, con el corazón arrugado por el dolor de los deudos y con la garganta quemada por la sal de las lágrimas. Sigo llorando por los huérfanos, y aunque no lo crean, también por la “socialité” de la esposa que tal vez ahora tendrá que trabajar, porque a pesar de ser una mujer frívola y vacía, no merece que a su esposo lo hayan asesinado. No me gustan las injusticias.
Mientras me ducho veo el agua escabullirse por el albañal y medito en los rostros que vi en el velorio: los hijos, la viuda, los galenos, y muchas mujeres. Entonces caigo en cuenta de que no estoy sola. Varias de ellas, sus pacientes seguramente, a pesar de las lágrimas, dejaron traslucir un casi imperceptible destello de alivio, pero no del alivio egoísta que se siente cuando se deja de percibir un daño o incomodidad y una se siente aliviada, sino la expresión de alivio humano que sientes cuando sabes que otros no sufrirán lo que tú sufriste. No he hablado con ninguna de esas pacientes, pero ese destello que vi me dice que no soy la única en quien el Dr. Andrade abrió procesos dolorosos que luego no cerró y que en mi caso personal me dejaron en un estado crítico del cual salí con mucha dificultad meses después.
No digo que el Dr. Andrade haya planificado empujarme al divorcio, al abandono de mi empleo y al intento de suicidio, no. Tenía buenas intenciones conmigo, como estoy segura las tenía también con todas esas pacientes en quienes vi ese destello de alivio humano. Por eso fue injusto su asesinato. Pero más allá de sus buenas intenciones, él me hizo ver toda la maldad que hay dentro de mi alma, lo mala mujer que soy, la bitch que vive en mí. El Dr. Andrade me puso un espejo enfrente, me hizo enfrentar con mi perra interna y dejó a mi niña interior desolada. Me hizo entender que la culpa no es de los demás como yo pensaba, ¡es mía! Y fue esa culpa la que me llevó al oscuro hueco de la depresión severa y al borde del suicidio de donde me salvé milagrosamente.
Sigo llorando. A veces es necesaria una injusticia para evitar otra mayor, fue lo que pasó con Jesús quien dio su vida para que nosotros salváramos la nuestra. Por eso ya no lloro por la viuda ni por los huérfanos, ni por los matrimonios rotos, ni por las que nos quedamos sin trabajo porque él nos sumió en la depresión; ni por los intentos de suicidio de todas las mujeres a quienes nos intentó ayudar. No. Ahora lloro de agradecimiento con el universo por haberme escogido a mí y dado la valentía y el coraje de librar al mundo de los errores que ese señor iba a cometer en todos los años que tenía por delante.
Me termino de duchar. Mientras me seco, me veo al espejo y detecto en mi rostro el mismo destello de alivio humano que vi en el funeral en todas esas mujeres guerreras que sobrevivieron a sus buenas intenciones. No estoy sola. Todas matamos al Dr. Andrade. Yo solo fui el instrumento
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