Yo vivía en la planta baja del edificio frente al suyo. Todas las tardes veía, desde mi pequeño departamento, cómo ella saludaba a sus padres amablemente con la mano. Mientras la observaba, intentaba adivinar qué les estaría diciendo. Cuando su madre y su padre salían, ella arrastraba una silla hasta la ventana. A veces ni se molestaba por la silla, solo se sentaba en el piso. Mientras tanto, yo me dedicaba a mirar desde mi ventana; ese era mi único entretenimiento. Y, al parecer, el de ella también.
No me había resultado raro que no hiciera nada salvo sentarse frente a la ventana a mirar hacia afuera. Su comportamiento me parecía normal, hasta que noté que frecuentemente tomaba cierto medicamento que me resultaba curiosamente familiar. Recordé que en el botiquín del baño de mi departamento había un frasco muy parecido al que ella tenía. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que, tal vez, algo andaba mal. Empecé a prestarle más atención a sus acciones y pronto descubrí cosas que antes no había notado. Advertí que miraba por encima de su hombro aunque no hubiese nada y se movía inquieta en su silla cada vez más seguido.
Decidí investigar su caso, por lo que fui a la biblioteca. Procuré hacerlo mientras mi madre trabajaba, pues no quería que se enterara, se preocuparía demasiado. Me perdí en el camino, pero llegué sano y salvo. Le pedí ayuda a la bibliotecaria ya que no creía poder hacerlo solo. Al principio no me pareció una mujer agradable, pero terminó siendo simpática. Me explicó que los síntomas que notaba en mi vecina de enfrente eran de una enfermedad llamada esquizofrenia. Dijo que debía contarle a alguien, a algún familiar. Negué y me fui enojado. Me pareció absurdo que pudiera llegar a estar enferma si se veía tan normal. Pero después, ya en mi casa, me puse a pensar. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Tal vez para eso eran aquellas medicinas…
A partir de ese día no la vi más. Su canasto de juguetes seguía allí, junto a la ventana, pero ella no. Un día, cuando mi madre llegó de trabajar, me animé a hablarle acerca del asunto. Me fue raro contarle toda la historia, pues solo la sabía aquella bibliotecaria a la que había acudido por ayuda. A medida que avanzaba la historia, mi madre comenzaba a preocuparse. Al finalizar el relato, su expresión cambió. Con aire calmo y comprensivo me explicó que la pareja que vivía en el departamento que yo siempre observaba nunca había tenido hijos. Luego, acariciándome la mano, me preguntó si ya había tomado mi medicina del botiquín del baño.
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