La ancianidad es llevadera si se defiende a sí misma, si conserva su derecho, si no está sometida a nadie, si hasta su último momento el anciano es respetado entre los suyos. Como en el adolescente hay algo de senil, también en el anciano hay algo de adolescente, lo reconozco. Quien siga esta norma podrá ser anciano de cuerpo pero no de espíritu. Tengo ahora entre mis manos el libro "Los Orígenes" donde recopilo todos los recuerdos de la antigüedad. Precisamente ahora acabo de recopilar los discursos más importantes de los asuntos judiciales que yo defendí. Ahora me ocupo del derecho de los augures, pontificio y civil, pero todavía estudio con mucho interés la literatura griega. Y, a la manera de los pitagóricos, recuerdo por la noche todas las acciones realizadas a lo largo del día para ejercitar la memoria. Estos son los ejercicios del ingenio, los ejercicios de la mente. Trabajando con el máximo esfuerzo en estos asuntos, no echo de menos las fuerzas físicas.
También estoy siempre a disposición de los amigos, voy con frecuencia al Senado y, de vez en cuando, aporto propuestas muy meditadas y largo tiempo observadas, no con las fuerzas corporales, sino con las del espíritu. Si yo no estuviera en situación de poder realizar estas cosas, desde mi lecho me recrearía pensando en lo que no podría ejecutar. Pero, según la conducta observada a lo largo de mi vida, puedo llevarlas a cabo. Quien
vive en medio de estos afanes y trabajos, no sabe en qué momento le puede sorprender la vejez. La vida va transcurriendo sin darse uno cuenta, no se quiebra de repente, la lámpara de la vida se va extinguiendo poco a poco, día y noche.
Entramos en el tercer reproche que se le tacha a la vejez: que dicen que carece de placeres ¡Oh preclaro privilegio de la edad, si ésta en verdad nos arrebatara lo que es el principal vicio en la juventud! Escuchad el viejo discurso del Aretino Arquitas: Decía que ninguna peste tan fuerte había sido concedida a los hombres por la naturaleza como el placer corporal, pues los deseos desenfrenados incitan sin control al goce. De ahí las traiciones a la patria, de ahí las revoluciones políticas, de ahí las entrevistas clandestinas con los enemigos. Decía, en una palabra, que ningún crimen, ninguna acción parece mala con tal de conseguir lo que el placer desea alcanzar. En verdad el abuso, el adulterio y toda clase de crimen no son provocados por ninguna otra incitación que no sea por el placer del cuerpo. Ni la naturaleza, ni ninguna divinidad habrían podido conceder al hombre nada más prestigioso que la mente. Contra este regalo y don divino no existe ningún otro enemigo más que el deleite del cuerpo.
En efecto, donde domine el deseo y la lujuria, no hay lugar para la templanza. De ninguna manera la virtud puede permanecer firme y segura en el reino del deleite corporal. Para que esto pudiera ser comprendido mejor, aconsejaba imaginar a alguien obligado a experimentar el placer corporal todo lo máximo que se pueda conseguir, y pensaba que nadie, en ese estado, puede controlar la mente y pensar algo sensato, pues el goce, a medida que es más intenso y duradero, ofusca más la lucidez mental.
¿Por qué cuento esto? Para que comprendáis que si no podemos rechazar la lujuria, ni con la razón, ni con la sabiduría, se ha de estar inmensamente agradecidos a la vejez que se encarga de que no gocemos de lo que no nos conviene. En efecto, el placer impide la reflexión, es enemigo de la razón, de la mente. Ofusca, por así decirlo, los ojos del alma, y no tiene ninguna relación con la virtud.
Así pues, ¿por qué son tan numerosas las razones para hablar del placer? Porque en ningún caso es un vituperio para la vejez, por el contrario, es la mayor alabanza. La vejez no busca el placer con excesivo deseo. Se abstiene de los banquetes, de las indigestiones, de las frecuentes orgías, por tanto de la embriaguez, y de los insomnios. Sin embargo si algo debe adjudicarse al placer, ya que difícilmente nos resistimos a sus caricias es el poder disfrutar con sus contertulios porque la vejez se abstiene de los desmesurados banquetes. Pues como decía el divino Platón: "el placer es el incentivo de todos los males, ya que éste arrastra a los hombres como el anzuelo a los peces".
Sinceramente, yo no sólo disfruto del deleite de la conversación, con los de mi edad, que ya quedan pocos, sino también con los de la vuestra y con vosotros. Tengo que estar agradecido a la vejez que ha acrecentado en mí el interés por la conversación y ha dejado en segundo puesto el beber y el comer. Por lo tanto no comprendo por qué la vejez ha de ser insensible ante esos placeres, si esto también deleita a otros. De ningún modo se debe considerar que he declarado la guerra al placer, el cual, tal vez, sea una característica natural. A mí en verdad me agrada presidir el banquete, costumbre instituida por nuestros mayores. También me agrada el brindis, que, según los antepasados, lo pronuncia el "princeps" con la copa en la mano. Con copas pequeñas y apenas salpicadas de licores, al frescos en verano, al sol frente al fuego en invierno, como en el "simposio" de Jenofonte. Estos placeres suelo disfrutarlos en mis posesiones de Sabina, conversando todo cuanto podemos, hasta altas horas de la noche y los completo cada día en reunión con mis vecinos. Pero no me diréis que es muy grande en los ancianos esa especie de deseo por los placeres. Al contrario, yo creo que ni siquiera se apetecen. Nada es molesto si no se desea. Sófocles respondió correctamente cuando alguien le preguntó si en esa edad gozaba de los placeres de Venus: "¡Los dioses me guarden, ciertamente huí de ellos libremente como de un tirano, posesivo y salvaje!" En
efecto puede ser quizás odioso y molesto carecer del placer del amor, sin embargo una vez satisfecho hasta la saciedad, es mejor su carencia que su goce, aunque quien no lo desea no carece de él, por lo tanto es mejor, creo yo, no desearlo. Según hemos dicho, la juventud goza de los placeres intensamente. Se disfruta primero de las pequeñas cosas, después de los mismos placeres que la vejez, aunque no con la misma intensidad.
El que está en la primera fila disfruta más del espectáculo, pero también disfruta el que lo ve desde la última. Del mismo modo que la juventud disfruta de los placeres más de cerca, también los ancianos disfrutan lo suficiente observándolos desde lejos.
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