El planeta tierra. Millones de luces apagadas excepto una, la de Martín Hoco, un sexagenario de 64 años que observa por sus binoculares la vida de afuera. Los lentes observan sin encontrar nada interesante para la anécdota de los lunes por la tarde en el bar de Chicho Caruso hasta que de pronto ve a un ignoto cerca del puente de la calle de tierra moviendo sus manos como pidiendo piedad. Sin embargo, el perpetrador descarga su ira y el joven cae al suelo.
Martín corre desesperado para intentar ayudar al joven. Se queda a una distancia prudencial de la escena y espera a que el asesino se aleje y una vez despejado el camino se acerca al joven caído, quien al parecer ha desaparecido y en su lugar hay un cuerpo decrépito de un anciano mayor que él. El miedo le invade y al llegar a su casa a toda prisa cierra puertas y ventanas y observa por la rendija, pero nadie lo vigila.
Entre partidas de póquer y billar el tiempo se fumó un año más. Una tarde observa que sus binoculares lo miraban desafiantes. Recordó su hombría, los tomó y volvió a su puesto de atalaya. La noche cayó y su miedo casi se desvanecía junto con la palabra “ya pasó” mientras una mujer paseaba a su perro y un papel de plástico volaba. Temía mirar, temía aceptar que todos tenían razón, y de repente como una flecha que atraviesa la escena en cámara lenta un joven pasa caminando por la misma calle a la misma hora de hace un año.
Martín pone las manos en su boca en señal de tragedia próxima y lejos de quedarse quieto corre a toda velocidad o a la velocidad que sus 64 años le permiten porque ve al asesino del joven de hace un año dirigiéndose al puente de la tragedia. Corre y corre cada vez más ignorando el dolor en su espalda y sus huesos y al llegar agitado el asesino se había ido y había un anciano muerto en su lugar.
El viejo se preparó al año siguiente, compró binoculares de rango militar con los cuales pudo ver su jubilación esfumarse al igual que sus dientes frontales y su oído del lado izquierdo. La hora señalada estaba casi en puerta, así que comenzó la cacería, observaba y observaba las calles desiertas. De repente, el sonido de unos zapatos captó su atención porque su dueño era un joven que se dirigía rumbo al puente y esta vez tomó su bicicleta de carrera que había comprado para usarla solo en esta ocasión y pudo ver a unas tres cuadras al asesino, llegó al puente y esperó al joven que estaba cerca del portal.
Martín recordó y vistiendo la piel de lobo devoró a su víctima y sus arrugas eran cosas del pasado, sus canas eran un hermoso pelo lacio, sus ojos eran jóvenes, al llevarse la mano a la boca notó que sus dientes estaban completos, incluso podía oír el canto de la sirenas en el océano. Mientras que el joven se volvía cada vez más débil sus huesos se rompían y su piel se agrietaba convirtiéndose así en un viejo cadáver blanco.
El joven Martín dejando su antigua vida caminó hasta abandonar el puente.
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