Un día le pregunté a mi abuelo por qué nuestra familia vivió siempre en este lado del canal. Él señalaba a lo lejos y me contaba que en Balcarce, cuando la lluvia bajaba de las sierras, se convertía en largas serpientes que iban esparciéndose por toda la tierra. Algunas veces me ha llevado a ver los canales que habían construido para dividirla y devorar todo lo que encontraban a su paso. Decía que ya estaban cuando Garay pasó por aquí, y que cuando se fundó el pueblo, no dejaban que la gente de un lado pasara al otro; por aquel entonces habían construido muchos puentes que eran destruidos cuando dormían y se volvían a construir cuando despertaban. Yo mismo, más de una vez, he visto una de esas víboras bajo uno de ellos.
Recuerdo ahora que desde muy
chico, me daba bastante miedo cruzar aquel viejo y precario puente que unía
torpemente uno y otro lado del pueblo.
A pesar de tener unos hierros que
servían de pasamanos y un piso, mitad hecho con un chapón duro y oxidado, mitad
con madera, me era imposible mirar hacia abajo y seguir de largo. Parecía que
algo me llamaba desde ese inmenso zanjón que pasaba por debajo y se extendía
más allá de la ruta, y en cuyas aguas, estancadas y corrompidas, flotaba una
nutrida vegetación parásita, de flores pequeñas y amarillas como los ojos de
mil víboras. Mezclada con ellas, había toda clase de botellas, cubiertas de
autos, bolsas de basura y cadáveres de animales que sólo eran removidos cuando
llovía lo suficiente como para agitar las aguas del canal y llevarlas más
lejos, quizás hacia la ruta o a algún arroyo cercano. Aun así, muchas de las
casas del barrio tenían sus fondos o algunas paredes de chapa colocadas a pocos
centímetros de él.
Casi siempre me detenía en la
mitad del puente a ver el incansable subir y bajar de aquellas aguas quietas,
porque dentro de ellas, y escondida bajo tanta basura, había una gigantesca
víbora. No era la primera vez que se habían caído bebés y aún chicos de mi edad
en ese canal y nunca habían vuelto a aparecer. Yo estaba seguro de que ella se los
comía. Me quedaba un largo rato, quizás media hora sin moverme, hasta que me
daba vuelta e iba corriendo hacia mi casa. Las pocas veces que lo cruzaba iba
acompañado por mi padre o por Ariel, mi hermano mayor, el que me defendía de
los chicos que eran más grandes que yo.
Iba muy poco a la escuela porque
no quería ir solo por ese puente. Ni siquiera pasar en grupo me daba suficiente
coraje para hacerlo. Cuando las maestras venían a visitarme, les daba todas las
excusas que sabía: Que trabajaba; que debía cuidar mis hermanitos; y no sé
cuántas mentiras más, ya que siempre la casa estaba sola desde bien temprano
hasta la tardecita, casi noche, cuando papá y Ariel volvían de su trabajo.
Era un enorme alivio que no
tuviese que cruzar aquel maldito puente para ir a la panadería o al almacén ya
que los tenía a pocas cuadras de casa y suficientemente lejos de aquel zanjón
inmundo con el cual hasta soñaba. Sí, también soñaba con él. Soñaba con esas
paredes de tierra y esa enorme víbora de color negro, cuyas escamas estaban
hechas con trozos de gomas, jirones de botellas, pedazos de perros y gatos y
los ojos de los bebés que se caían al agua, paseándose de uno a otro extremo
del canal como si estuviera buscando algo. De a ratos se detenía y miraba
fijamente aquel puente como esperando una presa, zambullendo luego en el canal
su deforme cabeza que iba y venía sin descanso por entre las musgosas paredes
de tosca.
Cuando llovía mucho, el canal se
desbordaba y la víbora salía a la calle para meterse en cualquier casa y
llevarse a un niño o a los pocos perros que se refugiaban bajo los aleros de
zinc.
Yo era chico y sabía que era
capaz de comerme; entonces atrancaba la puerta y cerraba las ventanas como
podía, prendía la televisión bien fuerte, y me quedaba acurrucado mirándola
hasta que dejara de llover o volviesen Ariel y mi padre.
Al día siguiente, se veían unas
enormes huellas de lodo negro y putrefacto junto a botellas y plantas muertas,
señal de que ella había salido y recorrido la calle buscando algo para comer.
Eso también lo sabían los vecinos, pero no sé si se lo decían a alguien. Yo los
veía ir al zanjón con la cabeza baja y llenos de pena y bronca para limpiar
esos restos y arrojarlos al canal hasta que todo quedaba casi como antes.
Después de unas horas volvían taciturnos, dolidos, derrotados, como si acabaran
de enterrar un cadáver.
Un viernes – creo - cuando todos
estábamos en casa, se apareció la maestra y habló algo con mi padre. No me dejó
oír lo que decían, pero estaba seguro de que tenía que ver con la escuela. No
sé si le habrá contado lo del monstruo y el puente, pero ni bien se fue, mi
padre habló con Ariel y después conmigo. Me dijo que a partir del lunes, Ariel
me iba a acompañar todos los días a cruzarlo, tanto para ir como para volver,
así no dejaba de ir a la escuela. Ni él ni mi padre parecían tener miedo, así
que pensé que sería inútil decirles lo que yo sabía. Bajé la cabeza y le dije
que sí; que el lunes tendría preparado el delantal y la mochila. No me dijo
nada y se fue. Quizás sabía lo del canal pero, al parecer, la escuela era más
importante.
El sábado y el domingo pasaron
más rápidamente de lo que hubiera querido. Para peor, cuando estábamos
descansando de jugar a la pelota, me animé a decirle a uno de los que estaban
conmigo lo de la víbora. Se rió. Quizás ya lo sabía, pero me dio tanta
vergüenza que nunca más volví a hablar con nadie de eso.
El lunes, cuando me acompañó
Ariel, me detuve a mirar hacia abajo. Las aguas parecían hervir, pero un fuerte
tirón de mi hermano no me dejó seguir contemplándolas. Pasamos a la otra orilla
y luego, a los pocos metros, se dio vuelta y me dijo que a las doce volvería a
buscarme. Esa mañana, y para no pensar ni en la vuelta ni en el zanjón, atendí
a todo lo que la maestra estaba enseñando. Las dos primeras horas de matemática
me costaron mucho, pero al volver del recreo ya estaba hablándonos de Colón y
de sus
viajes; de cómo cruzó el mar y
qué hizo cuando llegó a América. La escuchaba y me imaginaba cruzando el mar con
él.
Al salir, ya estaba Ariel en la
puerta. Mirando apenas hacia abajo, crucé el zanjón y fui corriendo hasta casa
para ver si tenía algún libro sobre lo que había enseñado la señorita. Leí toda
la tarde sobre la conquista de América hasta que me llamaron a comer. Me llevé
el libro a la cama y me quedé dormido con él. Ariel me despertó para ir a la
escuela. Me cambié, tomé un cocido y salimos. Por un largo tiempo esto se
repitió, aunque los fines de semana, cada vez que intentaba cruzar el puente yo
solo, veía que las aguas se removían más a medida que me acercaba y hasta
algunas veces me parecía ver que levantaba su cabeza para decirme algo.
Pasaron muchos días hasta que
dejé de mirar para abajo sin que por ello se me fuera el miedo; pero una vez
que pasaba, salía corriendo hacia la escuela, levantando mi brazo como para
saludar a mi hermano y a su vez, dándole las gracias. En todo ese tiempo,
aprendí sobre la naturaleza, sobre la historia, las ciencias; había mejorado
mis dibujos y sabía pintar.
Cuando terminaron las clases,
junto con papá y Ariel, pasé el puente para ir a la fiesta de fin de curso. Al
saber que había pasado de grado, mi papá me acarició como solía hacerlo cuando
estaba contento, metiendo sus dedos por entre mi pelo y sacudiéndolo como si buscara
algo.
Al mediodía volvimos a casa, pero
cuando yo iba cruzando, escuché claramente una especie de gruñido que venía del
fondo del canal. Me detuve unos segundos y, algo asustado, seguí de largo.
Estaba seguro de que todos lo habían escuchado, pero igual me callé.
Las vacaciones pasaron como
todas: demasiado rápidamente, y ese lunes volví a la escuela acompañado por
papá. A mitad de año había aprendido a leer libros “difíciles” y más de una vez
me llevaba alguno a casa, hasta que un día Ariel se olvidó de pasarme a buscar.
Era muy tarde, y como nadie iba para allá, tomé derecho la calle y al poco rato
estaba cerca del puente. Con una mano me agarré fuertemente de aquellos caños y
con la otra, apreté bien la mochila a mi cuerpo, y sin mirar para abajo,
comencé a cruzarlo. De repente, volví a escuchar aquel terrible gruñido; esta
vez mucho más fuerte, más ronco y cenagoso que la última vez. Me detuve. Sabía
que no debía mirar para abajo. Levanté mi cabeza lo más que pude y crucé
corriendo mientras los hierros se movían como si el monstruo intentara hacerme
caer de allí. Llegué corriendo a casa, un poco con miedo, otro con alegría: Por
primera vez había logrado pasar solo mi puente.
Al año siguiente, obligado por
los cambios de horarios en el trabajo de papá y Ariel, debía cruzarlo solo. Era
de mañana, no muy oscuro, cuando de repente volví a sentir el mismo gruñido o
reclamo que las otras veces. Miré hacia abajo, y pude ver la inmensa cabeza de
la bestia salir de las aguas. Estábamos frente a frente. Ella abrió su boca,
quizás para darme más miedo. La cerró y es ahí cuando le dije que no le temía,
que iba a la escuela y sabía bien quién era y por qué estaba en el canal. Que
no me importaba cuántas botellas de plástico usara como coraza, ni en cuántas
cubiertas de autos se escondiera, ni que desgarrase restos de gatos y perros,
ni que devorase niños indefensos o paseara impunemente por nuestras calles.
Desde ahora no le tendría más miedo ni a ella ni al agua putrefacta que le
servía de escondite. Unos ojos tremendamente fosforescentes me miraron más allá
del zanjón, pero gritando le contesté que iba a morir. Que algún día, como me
enseñaron, nosotros taparíamos para siempre ese zanjón con cemento, las dos
calles se unirían como si fuesen una sola tierra y nunca más habría monstruos
ni puentes oxidados que separasen el pueblo.
Resignadamente, levantó su cabeza
desde una profundidad que no estaba en el mismo zanjón como preguntándome si
faltaba mucho para eso.
“-No”- le contesté sin decir una sola palabra.
Y corriendo, crucé hacia la escuela.
A partir de esa mañana nunca más
la volví a ver. Pero eso tampoco se lo dije a nadie porque estaba seguro de que
algunos días todos iban a saberlo.
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