A veces se tiene la impresión de que la experiencia humana va quedando restringida a sus facetas más superficiales y oscuras. Por ejemplo, los argentinos compartimos hoy preocupaciones vitales que oscilan entre el mundo del espectáculo y el del hampa. Vivimos atraídos por lo que sucede en juzgados y comisarías, aventuras de policías y ladrones que ni siquiera tienen valor aleccionador porque ya no sabemos quién es quién.
Este arrasador vendaval de irrelevancia resulta especialmente peligroso porque nos sorprende sin defensas. Desnudos por dentro. Nuestro espacio interior está quedando vacío como resultado de una educación que, en realidad, es un desalojo planificado. Convertidos en seres chatos, sin profundidad, sólo tenemos vida cotidiana, monopolizada por la contemplación de poco estimulantes vidas ajenas. Desprovistos de las múltiples dimensiones de la experiencia humana que son las que da la cultura, creemos que la que nos muestran es la única vida posible. Así nos vamos llenando de los desechos con que tenazmente nos alimentan sin pausa. Ingresan sin resistencia porque no estamos en condiciones de oponerles ni las experiencias propias ni las adquiridas a través de la cultura.
Esto no siempre fue así. En algunas épocas se reconocían las limitaciones de la vida de cada uno y se buscaba ampliarla mediante la educación. Se trataba de incitar a cada persona a explorar el territorio casi infinito de sus posibilidades. Para no otra cosa sirven la literatura y la música, el teatro y las 'artes plásticas, la filosofía y la ciencia. Claro que en este mundo de cosas, intentar que las personas no lo sean, no es considerado un servir valioso.
Detengámonos en un ejemplo. Hasta no hace tanto, era frecuente que quienes se habían beneficiado de una buena educación, recordaran durante toda su vida fragmentos de los más variados textos. Habían aprendido de memoria párrafos de la Biblia, grandes poemas completos o algunos de sus versos aislados. Recordaban frases de héroes, citas de grandes políticos, pensamientos de intelectuales. Ya no intentamos poblarnos por dentro mediante la memoria, despreciada por la cultura contemporánea. No es que no la utilicemos. Hoy, en lugar de los versos, nos habitan hasta los detalles más insignificantes de la vida de los personajes que, encapuchados o a cara descubierta, constituyen la familia obligada que visita a diario nuestros hogares. Lo que en realidad rechazamos es la disciplina del esfuerzo que requiere emplear la memoria con la intención de vestir mejor nuestro interior. Esto hace que cualquier alusión a la vastísima experiencia cultural del hombre carezca hoy de todo significado para la mayoría de nuestros jóvenes. Se está desgarrando así lo que George Steiner denomina el tejido interior de ecos compartidos. Esto es grave porque la persona responde a la incitación de la realidad de acuerdo con la densidad de las referencias y recuerdos con que haya conseguido vestirse por dentro.
Esta tarea requiere el tiempo, la reflexión y el silencio que se están escurriendo de nuestras vidas. Dócilmente nos hemos dejado convencer de que no tenemos tiempo para elegir nuestro ropaje interior. Otros nos lo imponen. Abandonamos el hábito de pensar porque cada día tenemos menos instrumentos para hacerlo. Vivimos en medio de un ruido ensordecedor que no nos deja ni un instante para dialogar con nosotros mismos. Además, nos resulta difícil hacerlo porque, al vaciarnos de resonancias interiores, nos hemos quedado sin interlocutor.
De este modo, nuestro espacio interno, poblado hasta no hace tanto por ecos y significados, se está enmudeciendo. Peor aún, nos lo están ocupando sigilosamente con datos superficiales, preocupaciones inútiles, ejemplos de lo peor de la condición humana. Pero mientras esto le ocurre cada vez a más gente, el pintor se sigue desvelando por encontrar el color preciso, el poeta insiste en buscar durante días la palabra apropiada, el científico trata de responder esa pregunta imposible. Gracias a ellos, los, elementos para enriquecer nuestro espacio interior siguen y seguirán estando, allí. De nosotros depende utilizarlos y, sobre todo, enseñar a los jóvenes a hacerlo.
Es la única forma que nos queda de resistirnos a que sigan ocupándonos por dentro. De defender .lo que tenemos de humanos.
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