En e! sereno atardecer Febo agoniza.
Con poderosa dignidad va descendiendo
en majestuoso ocaso, que sin prisa,
marca el final de un día más, como en milenios.
Miro tu rostro anciano, donde el tiempo
plasmó en los surcos su densa geografía
y, en las cansadas manos que contemplo,
sé que guardas, calladas, tus fatigas.
Un sillón, un lugar, la vieja casa
donde de joven los leños encendías,
para contarnos historias de otros tiempos
me pueblan la memoria, todavía.
Me enseñaste a descubrir al hombre
como pequeña partícula divina
de un todo superior, que nos gobierna
y en un perfecto círculo, culmina.
También el mar y, en su misterio, la poesía
que canta en el murmullo del oleaje,
me hicieron observar las cosas bellas
un paso más allá, de su paisaje.
Por eso, al ver tu rostro venerable
inclinarse mansamente sobre el pecho,
te comparo a ese sol, rey de los astros
que igual que tú, con dignidad, busca su lecho.
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