A don Julián el Vasco tantas cosas le habían contado del tigre, y tales, que le había cobrado un miedo fantasmagórico.
Un día se fue a hachar leña al montecito, y al ruido insólito de los golpes apareció de repente, entre un garabato que estaba allí cerca, una cabeza de gato, chata y amarilla, con dos ojazos amarillos como refucilo, y se puso a mirarlo.
Don Julián bajó el hacha y se puso a mirarla también. Hasta que al fin se cansó y le dio rabia.
-¡Arripoa, gato!- le dijo..
Y le tiró el hacha para espantarlo. La bestia dio un bramido feroz, y se tiró al suelo, partida la cabeza como una sandía por el proyectil formidable, que le dio entre las dos orejas.
Don Julián se quedó espantado de que hubiese en América gatos monteses de tal calibre, sobre todo cuando, queriendo levantarlo a pulso para acomodarlo en su carretilla, tanteó el peso, mucho mayor que una bolsa de lino de las grandes.
Al volver al pueblo con la carga, sale de su casa Barcastegui, mira la carretilla y dice:
-¡Pero, don Julián, mi Dios, qué ha hecho! ¡Ha matado al tigre!
-¡El tigre, arripóa! ¡El tigre, esto es!
Se le pusieron los pelos de punta y la cara como este papel, empezaron a temblaría las carnes y a repicarle los dientes al vasco, de sólo pensar que había estado frente al. tigre. Pero al rato se recobró, y dijo:
-Sea tigre o no sea, muerto ya está, pues.. . Nada que hacerle hay ya, pues. Y como decían, tan malo no es, hombre.
Y el valor muchas veces no consiste sino en que los tigres a uno le parezcan gatos.
¡Qué valiente sería yo, si no me pasase precisamente lo contrario! A mí los gatos me parecen tigres.
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