sábado, 9 de enero de 2016

Reflexiones de un vago - Por Olegario Reinoso (Artículo extraído de la revista “Caras y caretas” circa 1935)

      Señor director de "Caras y Caretas":
   
Ante todo, discúlpeme que le escriba con lápiz y en papel de estraza. Le pido disculpas porque, si le escribo en papel de estraza y con lápiz, no es por capricho sino por necesidad. Y aquí me va a permitir que haga la primera reflexión, pese a que aun no he llenado la prosaica formalidad de presentarme.
    A mi modo de ver, del género humano se han hecho todas las definiciones posibles, menos una. ¿Cuál? La de que el género humano es un género... de fantasía.
    Esta definición no es completa, pero refleja uno de los aspectos más característicos
del hombre:  su  estimación  por lo superfluo, quizá como una reacción debida a que en la mayoría de los casos carece hasta de lo indispensable.
    Así vemos, por ejemplo, que la gente disculpa y hasta admira cuando es manía o capricho lo mismo que critica y hasta no perdona cuando es necesidad u obligación.
    Vaya usted incorrectamente vestido a una fiesta, siendo un pelagatos, y cometerá una grosería imperdonable; pero vaya incorrectamente vestido a esa misma fiesta, siendo un millonario con fama de elegante, y lo más probable es que inaugure una nueva moda.
    Es debido a eso que le pido disculpas por escribirle con lápiz en papel de estraza, señor director: porque lo hago por imperiosa necesidad. En cambio, si lo hiciera teniendo papel timbrado y una hermosa estilográfica, es casi seguro que pasaría por un "hobby".
    Pero, ¿cómo quiere usted que tenga estilográfica y papel timbrado si soy un vagabundo? Un vago auténtico, legítimo, químicamente puro, de esos que andan vestidos de andrajos y llevando una bolsita en la punta de un palo. De esos que no trabajan ni por broma, así les ofrezcan una buena remuneración.
    Y acá aprovecho la coyuntura para establecer de una vez por todas que el de la desocupación, contrariamente a lo que sostienen algunos, no es un problema psicológico, sino económico. Hay mucha gente, en efecto, que parece empeñada en difundir la especie de que los desocupados son unos vagos. ¡No trabajan porque no quieren, dicen! ¡Mentira, señor director!... ¡Vil calumnia! Así como los desocupados muestran interés en probar que no tienen nada que ver con nosotros, nosotros también estamos interesados en que no nos confundan con ellos.
    ¡No van a trabajar porque no quieren! No trabajan porque no pueden. Quizá, a fuerza de permanecer inactivos, terminen haciéndose vagos; pero, por ahora, los únicos que no trabajamos por una razón sólida y respetable como son los principios, no por un débil motivo ocasional como es la falta de trabajo, somos nosotros, los vagabundos, los atorrantes.
    Créame que ya es hora de terminar con esa absurda leyenda.
    Esto no quiere decir, por supuesto, -que hagamos diferencias de clase. ¡Qué esperanza! Le juro a usted que estamos lejos de despreciar al desocupado en razón de que es un trabajador en potencia, es decir, un desocupado "malgré lui".
    Hombre: sería ridículo qué fuésemos los vagabundos, justamente, quienes nos opusiéramos a que cada cual haga lo que le da la gana. Lo que ocurre es que en este caso está en juego la verdad. Y la verdad es que hay gente empeñada en hacer pasar a los desocupados por haraganes, con el inocente propósito de echarles la culpa de la crisis... Usted pensará, por lo dicho, que yo no he terminado en atorrante por razones económicas, sino exclusivamente psicológicas. Así es, puesto que da la casualidad de que me hice atorrante en una época de gran florecimiento económico.     De lo cual no se debe inferir que haya sido millonario. Digo esto porque también hay mucha gente convencida de que entre los vagabundos hay algunos millonarios excéntricos y aburridos que abandonaron todo, fortuna y posición, con el objeto de poder andar libremente en pos del olvido para la amargura de un amor imposible... Esta es otra leyenda que es necesario destruir, señor director.
Hombre: de haber decidido llevar la misma vida que llevo ahora, pero teniendo millones, nadie me llamaría vagabundo. Me llamarían turista, "globe-trotter" o algo por el estilo...
    Pero no hablemos de mi pasado, sino de mi presente. Señor director: he decidido escribirle todas las semanas, haciéndole llegar mis impresiones, observaciones y reflexiones sobre temas del momento, sobre detalles de la ciudad, sobre aspectos de la vida, sobre todas las cosas graves o pintorescas, tristes o alegres, dramáticas o risueñas que vemos y analizamos en todo instante los vagabundos y que, sin embargo, a pesar de ser elocuentes y apasionantes, pasan inadvertidas para la inmensa mayoría de los hombres.
    Es que la inmensa mayoría de los hombres vive ocupada de su trabajo, Y el hombre que trabaja, sobre todo en esta época en que es tan intensa y despiadada la lucha por la vida, no ve ni oye ni entiende nada que no se relacione con su interés. Permanece horas y horas en su negocio o en su oficina, con la vista clavada en las mercaderías, en la balanza, en los libros o en la caja registradora. Y cuando sale a la calle va con la mirada perdida y los minutos contados, abstraído en la preparación del próximo negocio, mientras corre para llegar al banco antes de que cierren la puerta.
    ¿Qué puede observar ese hombre de las cosas de la calle, de la ciudad, de la vida misma? ¿Cómo puede entender la profunda y verdadera significación de las cosas y de los acontecimientos, si no tiene tiempo para reflexionar? Nosotros, en cambio, los vagabundos, vivimos con los ojos abiertos a las cosas. Somos como un espejo que se hiciera pasar lentamente por todos los rincones de la tierra. Caminamos despacio. Nadie conoce la ciudad como nosotros. Y cuando nos cansamos de recorrer las calles observando los colores, las formas., los gestos y los rostros, nos detenemos en algún umbral a pensar sobre lo que hemos visto o a reflexionar sobre la noticia que hemos leído en el diario que servía de envoltura al último pan que nos  ofrecieron. A pensar lentamente,  sin ningún apuro, como sólo puede hacerlo el que no tiene nada que hacer. Nada pequeño e insignificante  que hacer, mejor dicho, puesto que, cuando se trabaja, siempre se hace algo prosaico y sin importancia: vender géneros, pesar mercaderías, apuntar cifras. .. No olvide usted que, como bien señaló un escritor cuyo nombre lamento no recordar, las grandes ideas se tienen cuando no se hace nada.
    Piense bien, señor director. Piense que la humanidad ha progresado en sus ratos de ocio y en que yo soy el ocio personificado, y bríndeme la ocasión de hacer llegar a los lectores de "Caras y Caretas" algunas de mis reflexiones sobre aspectos de la ciudad y temas del momento. Le aseguro que no se va a arrepentir. Hombre: ¡sería el colmo que en toda una semana no hiciera una sola observación" de interés, no teniendo que hacer otra cosa! Ahora, en cuanto a la forma de expresarla, espero que también quedará satisfecho, porque, sin que me crea un estilista, estimo que hay cierta elegancia en mi estilo. Es lo único que tengo elegante...

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