Érase un joven rey arrogante y guerrero que parecía poseer todo lo que el corazón del hombre podía desear. Era muy rico y poderoso, teniendo a sus órdenes un ejército al cual llevó de victoria en victoria. Pero, no obstante su poder y riqueza, era el hombre más desgraciado del reino, pues su infatigable cerebro estaba lleno de planes ambiciosos que no le dejaban dormir.
Los más célebres doctores del mundo fueron llamados a su presencia; pero ninguno de ellos sintióse capaz de curar la dolencia del rey, quien hizo publicar una proclama prometiendo la mitad de su reino a quien consiguiera hacerle dormir de una manera natural y tranquila; mas advirtiendo que todo aquel que, intentando la curación fracasara, sería encerrado en la cárcel.
Una noche llegó al palacio una hermosa pastora, pretendiendo curar al monarca, quien a pesar de la angustia que le dominaba, miróla compasivamente.
-Vuélvete a tu casa, hermosa niña - le dijo. -No es posible que tú logres lo que los médicos más sabios del mundo lograr no pudieron.
-No, no puedo marcharme - respondió la pastora, - hasta que haya cumplido con mi deber, hasta que haya intentado salvaros.
-Bien, replicó el rey; -pero, antes que comiences, dime en qué consiste tu remedio. No dudo de que será alguna cosa sencilla que tu madre te enseñó seguramente.
-Sí, -contestó ella. -"Es algo que mi madre me enseñó y que aquí lo tengo.
Y llevando al rey junto a una ventana abierta señaló al cielo.
-¿Qué? ¿Has venido para burlarte de mí? -exclamó el rey.
-No,- repuso la pastora -he venido a enseñarte a rezar.
Pero el rey siguió creyendo que la pastora se burlaba de él, y llevado de su enojo, llamó a sus soldados para ordenarles que encerraran a la muchacha en un calabozo oscuro.
Sentado en un escabel, presenció irritadísimo, cómo los guardianes ataban a la pastora. Pero cuando vio que la pura e inocente niña marchaba hacia el calabozo con dulce sonrisa en los labios, su corazón sintió lástima, y siguiendo a la pastora pudo ver cómo ésta se arrodillaba rezando, después de entrar en el calabozo.
-¡Bondadoso y amable Padre! -murmuró la niña -enséñale a rezar. Vuelve su corazón sumiso, para que pida el perdón de sus pecados y pueda ir al lecho en paz, con el alma tranquila.
Y permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada, rezando silenciosamente. El rey, de un salto, colocóse en la puerta del calabozo, gritando a los guardianes:
-¡Desatadla! ¡Ponedla en libertad inmediatamente y dejadla salir!
Después el rey, volvióse a sus habitaciones, arrodillóse al lado de su cama y juntó las manos, como había visto hacerlo a la pastora. Sin embargo, de sus labios no brotaban palabras, porque había olvidado los rezos que su madre, cuando niño, le enseñara. Pero, sin
duda, debió rezar desde el fondo de su corazón, porque, cuando se acostó, durmióse al punto para despertar a la mañana siguiente, sintiéndose cambiado.
Ya no pensó en guerras, ni en riquezas, ni en poderío; sino únicamente en hacer la felicidad de su pueblo.
-¡Oh! –exclamó -¡si yo contara con la ayuda de esa pequeña pastora, cuánto bien podría hacer!
A continuación despachó emisarios para que buscaran a la muchacha; pero ninguno logró descubrir su paradero. El rey mostróse muy preocupado por esto, mas habiendo aprendido a rezar, pudo ya dormir y pronto recuperó el vigor y la gallardía de su juventud.
Mientras gobernó con gran benignidad a su pueblo llegó a ser el más feliz del mundo.
Un día penetró en el palacio una joven muy bella, la que dirigiéndose al rey le dijo con amable y encantadora sonrisa:
-¿Me habéis olvidado? Soy la pastora.
-Os conocí al instante, querida mía -respondió el rey dando muestras de gran júbilo. - Ansiaba veros para que vinieseis a reclamar la parte de mi reino que os corresponde. ¡Oh! ¡Si vos fueseis reina y me ayudaseis a hacer feliz a mi pueblo!
-Precisamente eso es lo que quiero -replicó ella; -pero ¿permitiréis que mi madre viva conmigo en el palacio?
Ella me enseñó lo que ha servido para curaros, pues cada noche me decía: -No te olvides de rezar tus oraciones, hija mía, si quieres dormir en paz y tener sueños felices.
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