"El verano es para estar en el agua".
Eso fue lo que dijo el vendedor de la pileta. "Usted la arma en un periquete", me aseguró. "Siga las instrucciones del manual", volvió a indicarme señalando el papel que sobresalía de la caja. "Siempre en el sentido de las agujas del reloj".
Cargué la caja en el baúl del auto, y me fui convencido de que había hecho una buena compra.
Después de almorzar, decidimos poner manos a la obra. Andrea me ayudó a desembalar la caja. Toda mi vida había estado hipnotizado por su hermosura. Hacía años que estábamos juntos, y sin embargo, un rayo inquietante seguía relampagueando entre nosotros. El brillo de su mirada seguía interpelándome. Como si aquellos ojos adivinaran el reverso, la zona oscura, lo inexplicable.
Sus manos blanquísimas empezaron a ensamblar caños y plásticos valiéndose de las directrices del instructivo. Junto a la prepotencia de mi fuerza bruta, elevamos la lona a la altura de la cintura, y pronto estuvimos listos para conectar la manguera y dejar correr el agua.
De a poco el nivel fue creciendo, hasta que los pies empezaron a chapotear y la barriga de la pileta asomó su hinchazón. El agua ocupó todo el espacio, y quedé sumergido en un pequeño lago artificial. ¿Qué más podía pedir?
Comencé a relajarme. El vaivén del agua me bamboleaba suavemente. Con el rabillo del ojo observaba la cúpula del cielo. Un avión a chorro cortaba el azul perfecto manchándolo con su flagrante espuma. Después, una bandada de pájaros se dispersaba en puntitos negros, hasta perderse sobre el umbral del horizonte. Los ojos se me iban cerrando. Entonces jugaba a mirar entredormido.
De pronto creí escuchar la voz de Andrea, y luego vi sus hombros temblando contra la toalla. Ahora un aire fresco mecía apenas el agua, y se movía como un espejo ondulante. La tarde caía y el sol era un punto naranja; una cáscara quemada por los restos del día.
El aleteo casi inaudible de una abeja se pegó contra el cristal del agua. Abrí los ojos sobresaltado y seguí entusiasmado su danza concéntrica, los aros que se rompían como humo. Admiré el acabado de las alas, su pedacito de cuerpo suspendido en la trampa. Al cabo de un instante, ahuequé la mano y la arrojé fuera del agua. En el aire recobró la vida, y ascendió impetuosa sobre la cresta de los árboles.
Ahora un colibrí picotea el árbol de las campanitas. Su cuerpo tornasolado se queda paralizado en el pozo del aire. Impulsado por su pico ebrio, se mueve entre las hojas. Busca el néctar, el corazón de las flores. Bebe y se desplaza. Avanza y retrocede.
color que busca se le niega y entonces emprende la retirada. Ya nada queda de aquel poeta de las plantas. Sólo un zumbido brumoso. Un lejano repiquetear de alas.
Caigo en el sueño como alguien que se resbala. La modorra se mete por las uñas y me vence los ojos. Sube el caracol de sueño la pared descascarada.
Soy la pantalla donde la película se proyecta. El habitante de un solar, de un rectángulo abierto sobre la faz de la tierra.
Mi cabeza oscila y la función empieza.
El chillido de la radio; vuela la tarde. Mi vecino sintoniza la spika comulgando con el fútbol. Tiene la costumbre de sentarse en la reposera y atropellar el aire con el estruendo del partido. Logra despertarme.
La luz cae sobre el agua como pájaro muerto. Pega su hachazo de lumbre sobre la línea plomiza. En el parpadeo vislumbro una aleta donde emerge mi mano. Estoy soñando, supongo. Y la aleta desaparece. Hundo los remos y mi balsa recomienza. Entonces el sueño cruza la orilla. La frontera se borra y toda la música se abisma. En el caos primigenio se cifra la vida. Los soles en ronda, la luna dormida.
Confusos aullidos me llegan desde lejos. La esfera celeste invierte los mapas y el paisaje cambia.
Ruidos e imágenes se suceden con vértigo: un hacha de piedra, la quilla de un barco, ciudades en llamas, la primera rueda.
El espiral se retuerce como una serpiente y alumbra períodos de esplendor y de muerte. Todo pasa en un segundo con la velocidad de un trueno.
Intento mover las piernas, pero en su lugar, una cola fantástica se propulsa y flamea.
Siento el cuerpo liviano. El hielo en la sangre. La piel que se rompe en infinitas escamas.
Me desplazo como pez en el agua.
En el cielo inmenso un pájaro extinto despliega sus alas.
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