Era un pobre matrimonio obrero. El esposo trabajaba en una fábrica y la mujer realizaba todos los quehaceres domésticos, sin ahorrar esfuerzos ni cuidados para vivir con la mayor economía. Nació un niño; lo llamaron Juancito.
Fue la esperanza, la suave estrellita de luz que guiaría la vida de los sacrificados esposos. Desde que el niño vino, toda privación trocábase en felicidad. Al fin, era por él Pero a los dos meses, el padre murió. La madre, con su hijito, quedó sola ante la vida.
Esa mujer era grande amando con ternura entrañable al huerfanito; pero ahora sería sublime enalteciendo el amor con el trabajo diario, salvando intacto ese amor ante las penurias de la existencia.
Buscó ocupación. Pero ella no tenía oficio. Sabía coser, planchar, cocinar; pero poco, muy poco de todo, como una de esas buenas mujeres cuya única aptitud es la buena voluntad que ponían para hacer lo que pueden.
Ya desesperaba por su falta de capacidad para ganarse un jornal, cuando un día acertó a leer el aviso de un diario por el que un matrimonio pedía una nodriza.
Voló a ofrecerse. En efecto, en la casa, donde fue, le dijeron que necesitaban un ama para criar un niño, pero que le darían la ocupación con el compromiso de que no llevaría a Juancito. En cambio, obtendría licencia todas las noches para volver a su casa y atender a su hijo.
¡Pobre madre! ¡Abandonar a Juancito apenas de dos meses, durante todo el día, para no verlo hasta la noche! Pero ante la necesidad tuvo que resignarse. Enjugó silenciosamente sus lágrimas, acalló los arranques de rebeldía que le dictaba su gran amor, y desde el día siguiente, entró a servir de nodriza.
Muy temprano dejaba a Juancito en su pieza y se dirigía a cuidar al otro niño, al de sus patrones. Las vecinas, por comedimiento y caridad, solían a veces en su ausencia acercarse al niño abandonado. Le arrojaban una flor para que se distrajera, poníanle algún juguetito o lo recogían del suelo cuando se caía de la cunita.
Después, las mujeres del conventillo, viendo que el niño peligraba por esas caídas, optaron por tender una colcha en el suelo y allí dejábanlo atado de un piececito a la cuna.
Cuando por la noche regresaba la madre, el niño la recibía llorando, con un llanto entrecortado, hondo, desgarrador. . . Ella reclinaba su cabeza sobre el niño y lloraba silenciosamente.
Y en esa actitud, muchas veces la sorprendió la aurora del día siguiente.
Una vez Juancito enfermó.
Murió a los tres días. Una vecina oficiosa fue a llevar la triste noticia a la madre.
Esta, en un descuido de sus patrones escapó a su casa para ver por última vez a su hijo muerto, llevando en sus brazos al otro niño que cuidaba.
Al llegar contempló un cuadro que desgarró su corazón. Allí estaba Juancito, lívido por la muerte, con el cabellito ralo, faltado en partes; los ojitos entreabiertos y vidriosos, cual si hubieran congelado la última lágrima.
Tenía las manecitas achaparradas, encogidas, quizá cerradas en su último intento de acariciar a la madre. Los huesitos, casi visibles debajo de la piel, de un color amarillo sucio, hacían de aquel niño un doliente despojo humano.
La madre, horripilada, volvió la mirada hacia el otro niño que tenía en sus brazos, al niño de sus patrones, al que ella amamantaba y que estaba regordete y sonriente. ..
La madre enloqueció... Cuando el médico llegó, emocionado, pero venciendo con entereza su consternación, dijo a las mujeres que estaban presentes:
Señoras, cuiden a los niños. Cuídenlos mucho. Denles buenos alimentos y dispénseles todas las atenciones con inteligencia y corazón. Hoy la mortalidad infantil acusa cifras pavorosas. ¿Será porque no hay buenas madres? ¡Qué jamás la Patria ni la conciencia tengan que reprochárselo!
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