En una de aquellas viviendas habitaba una pequeña familia y en ella había tanto amor como podía caber. Su matrimonio tenía tan solo unos cuantos meses, pero se querían como si juntos hubieran transitado más de mil inviernos, y apostaban la vida a que serían mil y uno. Y al referirse a la vida, se habla realmente de ella. Marian llevaba en su vientre el primer hijo que habían concebido. Se dice que eran la luz que encendía la esperanza entre quienes los conocían. A pesar de las dificultades que tenían, vivían su propia vida de ensueño.
Peter trabajaba día y noche para que nunca pasaran hambre. Y aun así, a veces no era suficiente. Sin embargo, sin importar cuan cansado estuviera, cada día llegaba a su hogar y, con la mejor sonrisa que podía poner, besaba a su bella esposa y agradecía por un día más a su lado. Claro que cuando su embarazo llegó, se sintió el hombre más afortunado del mundo puesto a que un bebe era todo lo que podían desear y finalmente serían la familia que tanto habían querido.
Su felicidad no podía ser mayor; pero lo cierto era que eran muy humildes y pronto necesitarían más de lo que ahora podían juntar. Así que Peter, que jamás hubiera dejado que nada les faltara, decidió enlistarse en las tropas, dado a que en esos tiempos, el servicio a la nación era bien recompensado, y con tan sólo unos dos meses, les sería suficiente hasta encontrar una oportunidad mejor.
Y aunque Marian se negó, estaba muy débil como para trabajar por un poco más, y ambos sabían que era necesario. De manera que unas semanas al servicio y todo acabaría.
Pero lo cierto es que alejado de allí, en un continente lejano, se libraba la batalla más larga que hubieran presenciado. Una batalla que no parecía terminar pronto. Cada día eran mayores los refuerzos que se solicitaban, pues la guerra no iba muy bien. Así que el reclutamiento de nuevos soldados comenzó.
Tal vez, en un principio, aquella idea por más loca que sonara, parecía una salvación. Pero la oportunidad terminó por ser una prolongada tortura de abstinencia. Peter fue reclutado, lo necesitaban en el campo de batalla. Y como su familia también lo necesitaba, él hubiera hecho lo que fuera, incluso aceptar.
Fue un día muy triste, en el que aquella luz que solían irradiar, pareció convertirse en un melancólico atardecer. Él se puso el uniforme y Marian, pese a cualquier contradicción, decidió acompañarlo. En su vientre crecía su mayor tesoro y por su rostro resbalaban lágrimas. Él se despidió y juró que volvería. Ella lo besó y juró que esperaría. El barco partió y se alzaron los pañuelos de aquellas mujeres que, al igual que Marian, veían al amor de su vida perderse en aquel colosal océano de un azul que transmitía pena.
“Sólo tres meses” pensaron. Sólo tres meses y se reunirían. No había tempestad que no pudiesen superar. Y mientras a cada minuto los separaban más kilómetros, al mismo tiempo cada minuto era uno menos para que todo volviera a ser como antes.
Seis meses de embarazo y tres semanas de espera. Cualquiera se habría perdido en aquellos días grises, pero Marian era fuerte y creía firmemente que su esposo regresaría. Cargaba con ella el mayor recordatorio de que no debía perder la fe, un hijo, y había jurado que no dejaría pasar un día sin demostrárselo. Cada día se levantaba, ponía su mejor sonrisa, y hacia su mejor esfuerzo pues sabía que Peter no querría que perdiera aquel brillo que la hacía tan especial. Rezaba más que dormir y al cerrar los ojos era inevitable que algunas lágrimas recorrieran sus mejillas. Pero resistía. Resistía porque ahora sólo quedaban 8 semanas para que él volviera.
Ya un mes en el ejército y dos quedaban para regresar a casa. La guerra continuaba y el peligro también. Cada minuto podía ser el último pero no lo era y Peter lo agradecía. La vida que ahora llevaba implicaba más adrenalina que la que cualquiera pudiese procesar en la suya entera. Días de contienda, noches de temor, y era difícil conservar la cordura. Pero a diferencia de algunos, Peter tenía un propósito. Había hecho una promesa y haría lo imposible para cumplirla. Sabía que pasara lo que pasara, su familia estaría bien, y no había mayor motivación que ello. En la oscura y helada nocturnidad, cuando después de un de un largo día en el que siquiera había comido, sintiendo su cuerpo frío cual hielo, miraba a las estrellas y rezaba para que Marian estuviera bien. Pero resistía. Resistía porque ahora sólo quedaban 5 semanas para volverla a ver.
De alguna manera, el recordarse mutuamente los mantenía con vida, puesto que cada semana era más difícil soportar tal añoranza. En la ciudad reinaba un clima de inestabilidad, y la guerra daba cada vez más bruscos movimientos. La gente perdía la calma con facilidad y esperaban que cualquier periódico les trajera buenas noticias.
Marian escribía todas las mañanas y recorría el frío camino hacia el correo porque sabía que valdría la pena. No tenía idea si sus cartas llegarían a destino, pero dejaba en ellas un poco del gran amor que en ella crecía, y nunca faltaba alguna frase manchada de tinta corrida a causa de angustia. Leía los periódicos siempre que podía comprarlos y salía en busca de cualquier noticia que pudiese tener de las tropas. El bebé tenía ahora 8 meses y eso la convertía en una mujer capaz de ser madre cualquiera de los días que pasaban. Y ahora solo quedaban 3 semanas.
Cuando ya faltaba muy poco, parecía cada vez más difícil tolerar la distancia, tan lejos pero tan cerca. Y era mayor la satisfacción de Peter al saber que un día menos quedaba, que el simple hecho de estar vivo. A su alrededor, todo era destrucción, pero ni el hambre ni el frío le quitaban la esperanza. Otros soldados recibían cartas desde otro continente y aunque él no recibía ninguna, recordar lo que en casa le esperaba le era tan suficiente como cien de ellas. Y ahora sólo quedaban 2 semanas.
En las calles los rumores se hacían oír, parecía que la guerra terminaría pronto, pues no quedaban muchos recursos. Marian era la luz y con la llegada de la niña trajo aún más vida a todo el pequeño pueblo. Su saludable nacimiento había sido la prueba de que ambos podían superar cualquier adversidad y en sus ojos veía los de Peter. No había dejado de rezar y por las noches, cuando la pequeña despertaba llorando, era casi inevitable no quebrarse junto a ella. Pero era fuerte. Porque su esposo volvería en cualquier momento. Y ese momento llegó.
Era un día como cualquier otro de los noventa y dos que ya habían pasado. Pero esa mañana no fue sólo la nieve quien llamó en la aldaba. Juraría que ese día al abrir la puerta, el helado viento se convirtió en una cálida brisa. Ella puso la sonrisa más bella que alguna vez se hubiera dibujado en su rostro. Sus húmedos ojos no podían creer lo que veían: un alto y apuesto hombre, de postura recta e impecable uniforme y, en su mano, una hermosa rosa blanca que combinaba a la perfección con el invierno. Él tampoco creía lo que veía: en los brazos de su amada, reía una pequeña niña cuyos ojos celestes reflejaban el alma más pura.
Un abrazo los había separado y uno más los volvió a unir. Ella tomó la rosa y él, a su preciada hija. Y fue entonces cuando Peter supo que cada día lejos había valido la pena.
Cuentan en el pueblo que con la llegada de la pequeña Rosie la guerra terminó. Que cada día que pasó fueron una familia más unida. Que llevaban mil inviernos y le siguieron miles más, y que nunca, nunca, faltó una rosa.
Sé que los vecinos cuentan muchas cosas acerca de mi familia, pero yo puedo contarles que cada día que pasa adoro más esta historia, pues si algo me enseñó, es que el amor es más fuerte que la fuerza de miles de armamentos. ¿Me creerían si les dijera que mi nombre es Rosie?
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