Con admirable regularidad pasaba al amanecer. Era un carro pesado, de las quintas; y el caballo robusto, ceniciento, de cabeza gacha: caballo viejo probablemente. El ritmo era siempre el mismo, el paso el mismo; el chirriar de las ruedas, embarradas, el mismo.
Por el medio de la calle — la calle solitaria y gris a esa
hora— carro y caballo adelantaban dejando a ambos lados distancia igual hasta
las hileras de árboles tranquilos. Por fin se perdían en el fondo de la calle y
el último farol brillaba, en lo alto, exactamente sobre el eje longitudinal del
vehículo.
Y siempre así.
En lo alto del carro, tendido sobre los lienzos de primicias
hortelanas, como la esfinge echada que escudriña la lejanía, iba el hombre. Yo
murmuraba, alguna vez, con cierto acento de poema:
"¿Acaso el carro no es un símbolo? La fuerza atada y
puesta en una dirección que la cabeza tenebrosa del irracional no concebiría; y
arriba, el hombre, la luz, la pupila que ve lejos, la mente que reflexiona y
ordena, la mano que guía".
Y todo hubiera ido lo más bien, dentro de ese acento
poemático, si esa mañana no hubiese acontecido algo inusitado, que es la piedra
de toque de las verdades.
Había en medio de la calle, exactamente en medio de la
calle, una paloma herida. Muy de madrugada suele haber palomas heridas en las
calles solitarias, palomas cansadas, que en las tinieblas tropezaron con una
pared y cayeron.
Al llegar el caballo al sitio donde yacía el ave herida, se
detuvo, alargó el pescuezo y la olfateó, trémulo el belfo; luego, sin dejar de
mirarla, caminó de lado hasta formar un ángulo recto, y carro y caballo se
desviaron a la izquierda, prosiguieron andando y pasaron a un lado de la
paloma, no sobre ella, como hubieran pasado a seguir como de costumbre.
El carro iba tan lentamente que creí posible alcanzarlo y
hablar a la pupila que veía lejos y a la mano que guiaba segura, aprobándoles
el acto que acababan de realizar.
Ya cerca, advertí dos cosas estupendas: las riendas estaban
sueltas, caídas sobre la grupa del animal y el hombre, silencioso e inmóvil
corno una esfinge, dormía. . . ¡ Dormía!
—j Eh! — grité, y extrañamente resonaba la voz en la soledad
de la madrugada—. ¿Duerme? ¿Quién guía el carro?
En su perfumado lecho de albahaca y romero, el hombre se
incorporó. Me miró con ese asombro de los que despiertan, que es un asombro
igual a aquél con que los que yacen en profunda angustia miran al que trae una
buena noticia, y repuso, corno recordando, estas palabras que me revelaron
súbitamente una teoría y practica del gobierno:
—¡ Bah!, el caballo sabe su camino.
—Pero — insistí —, si usted estuviera despierto, vería el
camino; vería, por ejemplo una piedra grande que «podría ser un peligro. Hay
que ver dónde se va.
A todo esto el caballo caminaba.
El hombre, ajustándose la faja, pronunció este resumen
admirable u horrible, como se quiera, del arte de gobernar :
—¿Una piedra? Jamás he visto una piedra en el camino; jamás
miro el camino para saber si hay en él algo de extraño o de peligroso.
Y bostezando, agregó:
,
—Me basta mirar las orejas del caballo.
De Lecturas.
Ediciones Selectas América, N° 26. B. Aires, 1920.
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