Un niño -en un conocido aforismo de Fernández Moreno- ve un charco y piensa que está frente a un gran caudal de rocío acumulado. Ese niño, que ve lo que quiere ver, es también un poeta. Ser un poco raro y un mucho triste.
Siempre existió y tal vez, siempre fue igual. En las épocas primitivas, sin dudas que no escribía lo que pensaba, mejor dicho, lo que soñaba. Pero sin embargo, ya los había.
Cómo imaginar que aquel individuo -solitario y miserable- que había sido desterrado de su tribu (por negligente o por rebelde), obligado a vagar por los bosques eternamente, no sintió vibrar su alma, cuando un hombre o una mujer le tendieron una mano amiga o amorosa.
Cómo imaginar que ese pobre diablo no tuvo ganas de cantar su felicidad, de alabar esa suerte de bendiciones, que después, muchos milenios después, sus descendientes denominarían amistad o amor.
Cómo imaginar que ese hombre no salió un día de la cueva, gritando de alegría porque su hijito había sanado. Cómo dejar de imaginarlo, desconcertado e impotente, al no encontrar las palabras adecuadas para expresar su singular estado de ánimo.
“Yo sé lo que me pasa, se debe haber dicho a sí mismo. Sólo que no lo puedo expresar”. Después se debe haber tirado a dormir, a reponerse de las largas y angustiadas noches en vela.
A la mañana siguiente, cuando salió en busca de alimentos, para su mujer y su hijito, todo debe haberle parecido más bello que antes. Como Conrado Nalé Roxlo miles de años después, se debe haber preguntado si ese cielo azul era en realidad, de porcelana o si en su nueva condición de grillo veía todo a lo grillo esa mañana.
Si hasta es posible imaginar que motorizado por esa inmensa felicidad olvidó agravios y penurias y hasta intentó arrimarse a su antiguo clan, con la intención de reintegrarse a su familia, definitivamente. También es posible que lo hayan reintegrado y que su hermano, que tanto lo admiraba, haya cantado la verdadera historia del hermano que regresaba, esta vez para siempre.
Es que su hermano, reconcentrado y dado a pensar en cosas importantes, estaba construido con la madera de los poetas. Por eso le resultaba tan fácil cantar todas las dificultades y acechanzas sufridas por su hermano. También sus alegrías, como la de aquella mañana, en que se sanó el hijito. Todos habrán admirado al hermano menor.
Después, hasta es posible que lo hayan dejado sin comer o que lo hayan metido preso, como siempre se ha hecho con los poetas.
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