El mismo día que lo supe todo
con esta Biblia regresé del pueblo,
y la empezamos a leer felices
a la rojiza claridad del fuego.
(Lía la grácil y Raquel la hermosa;
la paloma y el cuervo;
cautivos pálidos, guerreros hoscos
y faraones negros.
Abisag y David. Jephté llorando.
El Jordán y el Mar Muerto.
La voz de Dios en las llanuras calvas,
y un pueblo y otro pueblo.)
Y he aquí que al entrar, como una luna,
en su sexta figura tu misterio,
leo el último salmo del profeta,
y te contemplo ante el primer proverbio.
Ah, tú tienes la suprema dicha
de llevarlo en el cuerpo:
aprende la palabra de los santos,
y háblale luego con el pensamiento.
Cuéntale siempre este remoto drama,
háblale a solas de este antiguo ejemplo,
y deja que la arena de las horas
caiga sin ruido en el reloj del tiempo.
Así, sin esperarlo, ante tus ojos
blancos de fe, se detendrá el momento;
y en el alma tendrás, recién oída,
la voz del Evangelio.
Después, rama quebrada, con alivio
descansará tu cuerpo,
y al lado de la rama, el fruto hermoso
caído a tierra por la ley del viento.
Y ante los dos, como Melchor el mago,
mi corazón venido del desierto.
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