sábado, 26 de abril de 2014

UN ADIÓS PARA GABO - Por Jorge a. Dágata

Han dejado de hervir los calderos de Macondo, fríos de dolor.
Una cuchara queda hambrienta, cortado su camino hacia una boca.
Las mariposas amarillas despliegan tatuajes negros.
Los noticieros dicen que ha muerto Gabriel García Márquez. Miles de manos se detienen sobre los teclados, a media palabra, en los lugares más apartados del planeta.
Hace cien años de soledad encontramos un amigo que hablaba en nuestra lengua, de nuestras cosas: eran a la vez reales y mágicas, sin que supiéramos hasta entonces cómo sería posible decirlo, desde la certeza de que las estábamos viviendo. El amor y otros demonios andaban por tiempos de cólera. No era el relato de un náufrago, era el que compartíamos aún con aquellos que rechazaban los libros, pero no los de Gabo, porque los suyos eran más que eso, lo que suelen ser, lo que solían ser cuando venían a nuestras manos para encender todos los hechizos de que es capaz la palabra, si habla de la vida. Y de darnos todo lo que ella encierra, de felicidad y de dolor.
Nos enterábamos en los textos costeños de noticias insólitas y personajes desaforados, en ciudades sin puerto, allá entre cachacos que no conocíamos y suponíamos inventados por una fantasía inagotable.
Y un día, cuando el viento de la historia no terminaba de barrer la hojarasca, aplaudimos el Nobel, de pie, en una sala donde éramos pocos y no representábamos a nadie. Aplaudimos a los académicos que no leían castellano, no leían americano, pero nos habían concedido la gracia de escucharnos y premiarnos en Gabo, como lo habían hecho en Gabriela, en Miguel Angel, en Pablo, en los juanes que éramos todos, cada vez más cerca unos de otros en la inmensidad de este continente más desconocido para nosotros, sospechábamos, que para ellos.
Ha muerto el humilde pueblerino de Aracataca mundo. Ya no extravía cuentos en cuadernos despedazados, en el terror a los aviones, en maletas que no llegan a destino. Ya no habrá papas, presidentes o reyes que lo reciban. Ya no habrá vecinos que lo abracen en la calle.
Allá, en Aracataca, allá en Macondo, habrá funerales para Gabo, sin Gabo. Pero en todos lados, él seguirá escribiendo, corregirá mil veces cada página, para los que llegan, o para los que ya estaban y no lo conocieron.
Es posible que la muerte sea lo que parece y también que sea otra cosa que nunca se acaba de develar. Es posible que, desde ahora sí, el coronel y muchos más no tendrán quien les escriba.
Gabo nos enseñó muchas cosas. Entre tantas, que la realidad y la magia, cada día, vienen juntas de su mano. Cómo no se van a enfriar los calderos sobre el fuego, o enlutarse las mariposas, o detenerse las manos a media palabra. Ha muerto un amigo.

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