sábado, 19 de julio de 2014

LA VISITA - Por María Neder

      En aquel momento le pedí bésame. Su mano tenaza caliente fue a mi cintura y con el otro brazo comenzó a presionarme la espalda hasta hacerme cimbrar, la mano de ese brazo se movió enloquecida rastreándome, llegándome al cuello y subiendo agazapada entre mi pelo. Había un impulso detestable, una urgencia rozando la belleza, porque mordía mis labios con la pasión no cotidiana, casi anclados los dos en la vereda y la gente caminando y el taxi habría pasado frente a nuestros cuerpos y su lengua buscando mi garganta en un ahogo maravilloso mientras la saliva me goteaba y su barba se dejaba humedecer y me achiqué en su cuerpo, acepté el abuso y me dejé y sus dientes tironearon hasta el último dolor insoportable, me temblaban las rodillas pero él estaba pisándome los pies para contener mi caída, la ilusión de no ver más, alguien lo había dicho antes y yo lo sentí, era real, que era suya, que lo fui en todo momento, en el ahogo y la sangre brutal, volcánica, ya con baba y todo fue un mismo líquido. Alguien (que habrá pasado frente a nosotros) dijo mirá mirá. Neil se separó dulcemente y escupió mi lengua hacia el cordón de la vereda. Después buscó un pañuelo y me tapó la boca.

Dos días antes Paul llegaba, de Francia, sin aviso y haciendo sonar el timbre del portero eléctrico en medio de un desayuno casi idílico, y sin exageraciones. Uno sabe de qué halo se cubren las cuestiones de rutina para lograr tener tintes idílicos. Con semejante timbre desafinado, yo me había asustado más que Neil porque últimamente nos perseguía la mala racha (dos días antes, a la misma hora, habían venido del Juzado para entregar una citación). Paul tuvo que subir, porque somos atentos, porque ni Neil ni yo sabemos decir no, porque qué bien Paul aquí, desde tan lejos. Porque no sé qué mecanismos Paul estaba sentado en uno de los sillones tomando café y diciéndole a Neil que estaba acá porque yo había estrenado una obra de teatro y yo pensando qué mierda le habré dicho a este Paul y no recordaba y no hubo caso, aún no lo recuerdo, aunque con seguridad debo haberle comentado en la única carta que le envié que mis planes, que una obra, que algo por el estilo. Neil sostuvo su cara de poker lo más que le da y yo inventé sonrisas y complacencias ridículas por alguno de mis mecanismos contradictorios. Neil se fue a la oficina y el dulce Paul nos invitó a cenar.
Por la noche fue Neil, que aun con su muela ausente y después de un helado postodontólogo, eligió un buen restaurante a su gusto, dispuesto a comer como en su gran noche. Paul habrá gozado el buen vino pero olvidó su invitación y Neil desembolsó nuestros billetes. Después hubo café bohemio, buen regreso con promesas y planes para el sábado. Entonces Paul debe haberse sentido grande muy grande. Como sin querer suele uno hacer sentir a cierta gente. Como sin querer le sale a uno esa puta modalidad, tan puta sensual que brinda placer más placer al otro y ni siquiera se toma el tiempo de sentir lo asqueroso que resulta que un tipo como Paul esté gozando a costa de sus anfitriones. Callé mil preguntas y calmé a Neil de sus, vulgares más que lógicas, suposiciones. En algún momento me sentí molesta o invadida o exigida. En algún momento Neil no soportó a Paul. En algún momento Paul no soportó su papel de simple visitante, simplemente de paso e igualmente atendido por cualquiera de nosotros.
El día siguiente fue sábado de Centro Cultural y galería de fotos, charla tonta e intercambio cuidadoso de chistes que no ofendieran demasiado nuestras nacionalidades. Hubo excelente música, como Paul no está acostumbrado en su pueblo, con caricias de Neil a mi pierna y de mi mano al cuello de Neil. Habrá también habido alguna mirada celosa y caliente de Paul a nosotros.
Después del jazz y mi alegría musical hubo cena que Neil decidió, aunque por suerte para nosotros Paul usó su tarjeta internacional. Y allí sí comenzaron los sablazos verbales. Paul traía deseo encima y entonces pensé que mejor aguantar ya que faltaba poco. También deseaba que Neil me poseyera con su mirada, como acostumbra a hacerlo en público y yo me mojo. Pero hubo corolario de café. Caminamos unas seis cuadras hacia la avenida, tal vez para sentir el sábado o la gente o para llenarnos de extranjeros noctámbulos. La noche no estaba ventosa. Daba gusto. Final de café con más estupideces en forma de palabras y Paul que se anima a dar su estocada espléndida, con los ojos brillosos; con toda su sonrisa atragantada lo mira a Neil contándole que cuando yo lo llamé, no sé qué cosa.
Mutismo es también brutalidad, cuando no se dice lo que se tiene que decir. Por ejemplo mirar a Neil y sonreírle y recordar que es cierto, que algún día que en ese momento no sabía cuál yo había llamado a Paul por no escribir una carta, porque quería saber cuándo venía, porque Neil y yo no estaríamos en la ciudad, porque la locura altera todos los renglones de la memoria y los mecanismos terrosos de Neil, y también los mecanismos de elección de ciertos minutos fatales, algo como un derramamiento de silencio, la locura natural o circunstancial que uno no sabe, que uno se piensa que puede modular palabra y no lo hace mientras mira a Paul y le dice sin decir qué mierda pretende con lo que dijo o qué mala leche le ataca y desde qué hora de ese maldito día. Pero no, sin palabras. Entonces Paul dice que se irá al hotel porque mañana debe viajar y si nosotros nos quedamos ahí, en el bar. Neil dice nos vamos y nos vamos los tres.
Y en la vereda nos despedimos, paramos un taxi para Paul, porque nosotros vamos caminando, le dijimos.
El sonriente de Paul no había cerrado aún la puerta del taxi cuando Neil y yo comenzamos a caminar, lo tomé de la mano. Supe que hervía en imágenes por aquel llamado. No me gustó su cara pétrea. En aquel momento le pedí bésame.

Del libro “Entre los huecos”, ediciones del Dock

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