Comencé mi carrera literaria como el almacenero de la esquina. No se vaya a creer por esto que le echaba agua a la tinta, ni que daba sílabas de menos. No, nuestros comienzos se parecen en otro aspecto: él, antes de ser patrón, fue muchacho de mandados, y yo, antes de girar en la plaza literaria con mi propia firma, fui secretario de cierto caballero español, autor de novelas por entregas, que en aquellos tiempos se usaban mucho.
Era un señor de aspecto hidalgo y natural bondadoso, al extremo de cederme la única silla de su despacho para que escribiera al dictado lo que a él le soplaban las fecundas Musas. ¡Y lo que soplaban aquellas señoras! En cuanto una situación se ponía demasiado complicada, inflaban los carrillos, y ya teníamos un ciclón para arrasar el castillo maldito o una tromba marina para hundir, merecidamente, la nave pirata. Y con un leve suspiro levantaban un muerto que se había olvidado de decir algo importante en el capítulo anterior. Para ellas era mucho más fácil abrir una tumba fría que para cualquier mortal una lata de sardinas.
¡Pobre señor! Nunca se me quitará de la conciencia el peso de haber arruinado su vida, que, si no próspera y regalada, era bastante soportable, dada su natural frugalidad y una úlcera del duodeno que no le permitía comer gran cosa. Pero no anticipemos el desenlace, como él me decía cuando mi impaciencia pretendía ahorcar antes de tiempo al depositario infiel de la fortuna de las bellas huérfanas del conde...
Yo, sentado a la vieja mesa, escribía, y él se paseaba por la habitación muy suelto de cuerpo, lengua y argumentos, dictando.
Las flores del vergel derramaban a manos llenas sus perfumes capitosos; allí la rosa, el clavel disciplinado, el tulipán versicolor, rivalizaban con el ámbar gris...
- Don Cosme saltaba yo, que el ámbar gris no es perfume de planta.
-Bien, bien, joven; ya lo veremos en las pruebas.
Escriba usted: "Los amantes, mudos de desesperación, cargados de recuerdos inefables como una nube de tormenta de fulmíneos rayos, envueltos en la red inconsútil del amor y del odio, que a medida que los aproximaba abría un abismo insondable entre sus almas, se miraban con los labios trémulos, chispeantes, irrefrenables..." Punto y aparte. "Pero Gontran se sobrepuso al hechizo y salió de la habitación dando un portazo".
-Don Cosme, que estaban en un jardín o vergel...
-Ya se verá en las pruebas. ¿No ve usted, joven, que con sus interrupciones me corta la inspiración?
Yo me disculpaba y escribía cosas como éstas: "Cuando la silla de postas se detuvo bruscamente a la puerta de la posada, la anciana marquesa se extrañó de que Pedro, su fiel cochero, no viniese a abrirle la portezuela. Esperó, hasta que ya cansada asomó la noble y blanca cabeza por la ventanilla, y lo comprendió todo, como a la luz de un súbito relámpago. Pedro, que era un infame esbirro disfrazado de manso cordero, la había abandonado a su triste suerte en el camino del destierro, huyendo dos leguas antes con los caballos".
Por no cortarle la inspiración, me abstuve de preguntar cómo diablos hizo la silla de postas para caminar esas dos leguas, sin cochero y sin caballos En fin, todo se vería en las pruebas.
La novela se llamaba Las huérfanas de la guillotina o Pobres, pero honradas, y fluctuaba entre la historia y el bodrio. Se engalanaba con bellezas como éstas:
"¡Cáspita!, exclamó el decapitado pasándose la mano por la frente".
"Ante el abominable ultraje, el ciego vio rojo..."
"Las dos hermanas gemelas se separaron, no sin antes derramar abundante llanto, para reunirse, Gisela en Meudon con sus padres y Frorisa en el cementerio de la Magdalena, donde dormían los suyos, víctimas del terror".
"Al ver como se mancillaba su memoria, la sangre del cadáver se heló espantosamente".
Ya terminada la novela, ocurrió un percance de consecuencias fatales: don Cosme tuvo que hacer un corto viaje y yo quedé encargado de corregir las pruebas de imprenta y entregar la obra a la estampa y la circulación. Y, fiel a los intereses del buen caballero, me pasé las noches de turbio en turbio y los días de claro en claro, como el otro, limpiando el trabajo de todos aquellos errores, anacronismos e imposibles que se le habían deslizado .a don Cosme en el caudaloso fluir de su inspiración.
Pero la venta no marchaba, los corredores venían diciendo que los clientes habituales de don Cosme no querían recibir la segunda entrega...
Regresó el ingenioso hidalgo de su viaje y me recibió con una mirada tan melancólica que, sin saber por qué, bajé la cabeza.
-¿Qué pasa, don Cosme?
-Joven me dijo, poniéndome una mano bondadosa y desmayada en el hombro, sus correcciones me han arruinado. Cada público necesita su literatura y ha quitado usted todo interés a la mía. Veinte años de esfuerzos y tanteos me costó aprender a escribir de este modo, conquistar- mis lectores, mi pan de cada día... Vaya usted, y que Dios lo perdone.
Don Cosme, el buen caballero de la imaginación desbordada, murió poco después en un hospital, no de la úlcera, que era una invención de su dignidad para encubrir su obligada sobriedad, sino de consunción. Dios le haya dado un cielo tan poblado de fantasía como sus novelas, que mi tonta juventud no supo comprender.
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