Ando patinando en un asunto que se me hace cada vez más resbaladizo, y cuando trato de encarar para adelante, por uno que me tiende la mano hay diez que me empujan y mil que miran para otro lado.
Quiero decir que pienso en estos pueblos y parajes en que hemos nacido muchos de nosotros y han elegido otros tantos para hacerlos suyos, Balcarce, San Agustín, Los Pinos, La Brava… y no los nombro a todos pero los dejo en los puntos suspensivos, para no agraviar el patriotismo chico de los innombrados, ese con el que se construye por agregación o sublimación, o como diablos sea, el patriotismo grande, del que tanta necesidad tenemos.
Ando pensando siempre cuándo y por qué los balcarceños empezamos a encerrarnos cada vez más, a alambrarnos y enrejarnos quedando adentro, que es una manera de enajenarse y autocondenarse, estupidez muy característica de los seres inteligentes que creemos ser. Lo hacemos en nombre de la propiedad privada, puesto el cartel, o de la seguridad, puestas las noticias que no mienten, o nada más que de la comodidad, iluminada la pantalla que nos cautiva.
Declamamos la pretensión turística, que no está mal ir concretándola, pero reducimos su espacio a dos o tres sitios accesibles, y cuando quisiéramos matear con unos amigos forasteros y enorgullecernos de nuestra Movediza, o del paisaje espléndido de los campos vistos desde la altura de una sierra, o del anzuelo en el arroyo aunque sea para sacar un botín viejo, notamos que año a año se vuelve más difícil la elección. Todo está vedado, o casi todo. Y hay razones que no desconocemos: predadores incendiarios, cuatreros. ¿Es que, batalla tras batalla, estaremos perdiendo una guerra? Quiero decir, estaremos entregando sin demasiada conciencia de lo que vale, nuestra pertenencia por derecho natural a lo natural que nos rodea, eso que recorriendo distancias llanas se nos viene a la nostalgia del regreso, como les pasa a quienes ya no viven aquí y nos dicen con una mezcla de ingenuidad y tristeza que no pueden dejar de reconocerse como bichos de sierra, de lo ondulado, lo desparejo, de la quebrada con su arroyo, de los olores del curro y la retama, del horizonte ahí nomás, el que puede tocarse, el horizonte de piedra que no limita pero sí identifica, más de lo que usted y yo podamos creer a simple vista.
Bueno, ya sé que patino una vez más. Me voy a Tandil y veo lo contrario, y lo bien que les va abriendo espacios y trazando caminos para llegar, para ampliar y no encerrarse, aunque sus paisajes tengan la misma matriz que los nuestros.
Es lo que ellos han sabido hacer, desde hace mucho tiempo. Revela una concepción: cómo entiende el hombre su relación con el paisaje. ¿Y nosotros? ¿Para cuándo? Algo viene sonando por el lado del Mirador de La Barrosa, algo para aplaudir y alentar. Se inició hace décadas, se abandonó, ahora recomienza. Está bien que así sea; no importa qué gobierno, es algo que los balcarceños debemos sentir como propio. Está bien recomenzar, las veces que sea necesario, y seguir, con menos celos quisquillosos de pueblo chico y más amor por lo nuestro, con la actitud positiva que siempre engrandece.
Ampliar, abrir, integrar, embellecer, mantener. Es también una forma de educarnos para que cada vez haya menos que destruyan lo que tanto cuesta. Porque nada se termina si no se empieza, mire qué filosófico ando en estos días. Nada se termina si no se empieza alguna vez. Y el mejor momento será siempre este presente vivo, donde estamos parados. He dicho.
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