La libertad tiene el poder supremo de transformarlo todo. Es apenas una brisa. Un cambiar de rumbo. Un silencio que se antepone al principio y al final de toda música.
Cuando la sentimos flotar en el pecho, volvemos a ser una hoja a merced del viento. La nada y la incertidumbre desaparecen. Solo vemos el comienzo de una travesía.
Quien elige, conquista. Quien apuesta, gana o pierde, pero sale siempre fortalecido.
Quien es libre no teme; porque sabe que esa misma libertad le abrirá caminos nuevos. De pronto nacerán bifurcaciones impensadas. Correrán arroyos zigzagueantes. Espléndidos lugares aparecerán desde la nada. Toda la tierra se renueva cuando un labriego valiente la socava con su pala.
La invisible trampa del mundo, hecha de rutinas y de complejos mecanismos, se desploma si la miramos con ojos nuevos. Y los ojos, para poder mirar, tienen que aprender a buscar.
El aire se lleva de la mano aquello que se atreve a volar. La tierra castiga con el polvo a las criaturas que se arrastran por temor a caminar.
Para abrir el camino hay que romper la lógica. Una decisión es una forma de trastocar el todo. Al estar convencidos de nuestra propia fuerza, empezamos a cambiar el curso inexorable de la historia. Porque, aunque lo olvidamos, tenemos el derecho de ejercer nuestra libertad, eligiendo a cada paso un camino distinto.
Finalmente, cuando somos lo que soñamos ser, nos sentimos en paz. Y esa paz es profunda, como es profunda la sonrisa de un niño.
El aire fresco nos despierta del letargo. Los músculos propulsan el movimiento. Paso a paso, sin prisa pero sin pausa, nos acercamos a la tierra que nos prometimos.
Allí nos espera un nuevo comienzo, porque la libertad, al igual que la belleza, se inscribe sobre un pergamino infinito.
La estela de un cometa ilumina esporádicamente la noche. Es una mancha que se expande. Su cola brilla al momento que se desintegra. Desde abajo la observamos. Nos quedamos mudos dibujando su trayecto en el aire. Disfrutando, secretamente, la audacia de su libertad.
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