Sustituir la disciplina fundada completamente en la
responsabilidad del maestro, por una disciplina fundada
sobre la responsabilidad del niño, es trabajo
largo y difícil, pero hay que hacerlo.
ANGELO PATRI
Los veinticinco chiquilines del segundo grado se hallaban a la merced del capricho. Y el capricho se personificaba en un maestro alto, nervioso y calvo que miraba detrás de dos cristales gruesos de miope, tan gruesos que quitaban toda la expresión a sus pupilas. El capricho, además, tenía una regla en la mano. La palmeta o el chicote hubieran resultado anacrónicos en el siglo XX. Por otra parte, la regla no es un instrumento de tortura, como el chicote o la palmeta: es un instrumento de trabajo. Esto quitaba todo lo que de odioso pudiese tener su presencia sobre el pupitre del maestro, aun cuando, a veces, los días en que el maestro se sentía malhumorado, en la punta de la regla incrustaba una chinche. La regla entonces golpeaba y pinchaba. Y cada golpe era un surco que abría en el alma del niño castigado; un surco de humillación en el que arrojaba el pinchazo: una semilla de odio.
- ¡A ver, muchachos! dijo el maestro hagan esta multiplicación. Y escribió en la pizarra que cubría un muro de la clase: 987654321 x 9 =
En seguida agregó:
- El que se equivoque se llevará un reglazo. Y al que tarde más de cinco minutos, ¡un reglazo!
Los chiquillos comenzaron a multiplicar. Y el maestro también. Acabó éste y dijo:
- ¡Ya está!
Saliendo de su pupitre, comenzó a pasearse para que no copiaran. A pasearse reloj en mano:
- Van tres minutos, van cuatro minutos…
Los chicos iban entregándole los cuadernos. Confrontaba los resultados con el obtenido por él, y riéndose, anunciaba:
- ¡Un reglazo para uno! ¡Un reglazo para otro!
- ¡Cinco minutos! ¡De pie todos! El que no terminó, ¡un reglazo!
Tres niños, ya habituados a la afrenta, alargaban las manitas para recibirlo: no habían terminado en los cinco minutos. El maestro inició la serie con ellos. Después dijo:
- ¡Se han equivocado todos! ¡No hay ningún resultado bien! Vayan pasando a recibir su reglazo.
Y sentose en su pupitre para administrar el castigo más cómodamente. Los chiquillos fueron pasando ante él. Al recibir el reglazo, algunos reían y, sacudiéndose la mano, exclamaban:
- ¡No duele!
Estos eran los cínicos. Los había estoicos: muy serios alargaban la palma, recibían el reglazo y se daban vuelta, camino del pupitre. Luchín se hallaba entre éstos. Luchín era un niño rubio, de ojos pequeños y pardos, que miraban con vivacidad. Ocho años, nervioso, delgadito, endeble. Sobre los ojos, una alta frente abovedada prestábale dignidad a la faz insignificante. Debajo de la nariz, una boca pequeña ponía un rictus voluntarioso en su cara pálida. No era bello, pero su expresión era armoniosa. Se presentía en él un alma no vulgar.
Dados los veinticinco reglazos, el maestro proclamó el resultado obtenido por él:
- 87.888.888.890.
Luchín gritó:
- ¡Está mal!
- ¡Un reglazo por decir que está mal! ululó el maestro.
Luchín protestó:
- Sí, está mal. ¡Usted se equivocó!
Saltando de su asiento, corrió a la pizarra y comenzó a multiplicar. Obtuvo este resultado: 88.888.888.890.
- ¡Igual que yo! gritó un chico
- ¡Y yo!...
- ¡Y yo!...
- ¡Y yo!...
Quince niños, de pie, enarbolaban, triunfantes, sus cuadernos. Algo avergonzado, el maestro revisó la cuenta que Luchín acababa de hacer en la pizarra, y reconoció:
- ¡Está bien! Sí, yo me he equivocado.
En la clase se levantó un murmullo de satisfacción. Algunos alardeaban.
Luchín dijo:
- ¿Y ahora?...
- ¿Y ahora, qué? preguntó el maestro, irritado.
- Ahora, ¿qué hacemos con el reglazo que usted nos pegó injustamente?
- ¡Oh! ¡Se lo guardan en el bolsillo! respondió el maestro, bromeando.
Un chico propuso:
- Sí, señor, lo guardamos y cuando alguno merezca un reglazo, usted no se lo da. Se lo cobra de éste.
- Ahí tienen. ¿Ven? Llevan un reglazo adelantado siguió el maestro, bromeando siempre.
Luchín, que no se había movida de junto a la pizarra, murmuró algo que no se oyó bien, pero su actitud de protesta inquietó al maestro: - ¿Qué dice? ¿Qué está rezongando usted?
- ¡Digo que eso no está bien!
- ¡Ah! ¿Con que no está bien? preguntó el hombre, irónicamente.
- ¡No! insistió Luchín -. ¡Eso no es justo!
- ¡Ah! ¿Y qué es justo?
- ¿Justo?: que cada uno de nosotros le de un reglazo a usted. Somos dieciséis los que hemos sacado bien la multiplicación. Usted se debe llevar dieciséis reglazos…
El hombre se había puesto de pie. La cólera le envilecía el rostro. Le tironeaban las venas del cuello que se le saltaban.
- ¡Ahora es usted el que va a llevar dieciséis reglazos! ¡Dieciséis reglazos por irrespetuoso! ¡Ponga la mano!
- ¡No! gritó Luchín, y dio un paso atrás, dispuesto para la resistencia.
El hombre lo apresó de la camisa.
- ¡Ponga la mano!
- ¡No pongo nada!
- A ver, Rodríguez, Pineti, Masa… - llamó a tres chicos, los más grandes -. ¡Sujétenlo!
Los chicos se precipitaron sobre Luchín, que comenzó a rechazarlos, pegándoles puntapiés, furibundo. Impotentes, lo soltaron. Pero al hombre le rechinaban los dientes. La voz se le había hecho sorda. Llamó a otros. Algunos se prestaron de propia voluntad. Entre diez niños consiguieron, al fin, sujetar al rebelde y tenerlo con el brazo extendido para que recibiese los reglazos. Luchín, ya inmóvil de pies y manos, mordía.
- ¡Pónganle una mordaza! ordenó el maestro.
Rápidamente, un chico le ató un pañuelo sobre la boca y se lo ató en la nuca:
- ¡Ahora estire la mano! ordenó el maestro.
Luchín cerró el puño. Y sobre el puño cerrado, el hombre comenzó a golpear, lentamente, contando en voz alta:
- ¡Uno, dos, tres!...
Dio los dieciséis reglazos, y ordenó:
- ¡Ahora, sáquenle la mordaza, suéltenlo y cada cual a su asiento!
Luchín quedó solo en medio de la clase.Humillado, dolorido, hubiese escapado; pero el hombre le interceptaba la puerta. Entre los nudillos del índice y el mayor apuntaba una gota de sangre. Instintivamente, la chupó. Un sentimiento confuso de vergüenza, de asco y de odio se había apoderado de él. Tenía la sensación de que acababa de hacérsele víctima de una terrible injusticia. Y también de que era débil para vengarla. La injusticia, así, iba a quedar impune. ¿Dónde había visto esto? En ninguna parte. En todos los cuentos que él leyera, el malo dragones, brujas al fin queda castigado y el bueno hadas, príncipes triunfa. Pero en la vida, cuando el injusto, el malo, era un maestro y el bueno, el inocente, un niño, no ocurría eso. ¿Por qué? El odio, el asco y la vergüenza hervían dentro de él, y lo afiebraban. Vergüenza por su debilidad, asco por sus compañeros, odio contra el hombre que lo acababa de golpear injustamente y con la ayuda de todos. La clase, en silencio, esperaba que él hiciese algo. Y Luchín se arrojó topando contra la puerta. El hombre lo rechazó brutalmente. Las espaldas del niño golpearon contra el pupitre. Sin llorar, Luchín tomó el camino de su asiento. Allí, oculta la cara, se echó sobre el banco.
El hombre, vencedor, se sentó en su pupitre. Dijo:
- Así aprenderás a obedecer.
Luchín comenzó a llorar con profundos sollozos que lo ahogaban. El maestro bromeó:
- Bien: tendremos clase con música.
Casi todos los niños rieron. Luchín levantó la cara roja, se limpió las lágrimas y, haciendo un inaudito esfuerzo, habló:
- ¡No lloro!
- Bueno siguió bromeando el maestro -. Se suspendió la orquesta.
Casi todos los niños volvieron a reír, más ruidosamente, sin ganas, sólo para congraciarse con el maestro.
- ¡Basta! ordenó éste -. Saquen los cuadernos, voy a dictar.
Y mientras los otros se preparaban, él se dirigió a Luchín:
- ¿Aprendió a ser obediente? ¿Qué me mira con esos ojos de asesino?
El niño no le respondió. Cargado el pecho de sollozos, se le subían a la garganta, y tragábales para no llorar, aunque cada vez que tragaba uno, le dolía la garganta. El hombre insistió:
- ¿Ha aprendido a obedecer?
El niño, sin responderle, no dejaba de mirarle con inflamado odio. Acababa de descubrir algo. ¿Qué? Luchín sentía la sensación neta de que acababa de aprender algo, aunque este algo no era “a obedecer”, como lo suponía el maestro. En ese instante, Luchín no podía precisar qué acababa de descubrir a los ocho años qué acababa de aprender en la clase de una escuela. ¡Y acababa de descubrir algo que no olvidaría jamás! Ahora no sabía qué era. Después lo sabría. Después descubriría que era esto:
La justicia administrada con violencia, es injusticia. Que al rebelarse contra el más fuerte, el más fuerte recluta los verdugos entre los oprimidos. Y estos descubrimientos, aún confusos en el alma de Luchín, lo llenaban de odio y de asco. También de dolor y de tristeza. Siempre es triste y doloroso hacer tales descubrimientos, conquistar esa amarga sabiduría; pero lo trágico de ese dolor, lo inaudito de esa tristeza, es que lo hombres civilizados, no se espanten ni se avergüencen de que eso pueda ser aprendido en la escuela y descubierto por un niño de ocho años.
El maestro dictaba. Luchín comenzó a llorar nuevamente. Y el hombre bromeó:
- ¡Otra vez tenemos orquesta!
Casi todos los niños volvieron a reír. El atribulado levantó la cabeza. Observó. Sólo dos chicos no reían. Por el contrario, en su seriedad, en sus miradas, en la mueca que contraían sus bocas, Luchín leyó la compasión y la cólera. Les dijo:
- ¡Con ustedes dos soy amigo! ¡Nada más! ¡A ninguno de ustedes y abarcó el resto de la clase, desdeñosamente -, les hablo más! Unos se encogieron de hombros. Alguien dijo:
- ¿A mí qué me importa?
Intervino el maestro. Dio un fuerte reglazo contra el pupitre, y conminó:
- ¡Silencio!
Todos callaron menos Luchín. Este dijo:
- Ya lo saben. ¡Ninguno de ustedes me hable más!
- ¡Silencio! volvió a gritar el maestro, y se irguió, amenazante. Luchín lo miró a los ojos, sonriente y tranquilo. No djo nada. Y el hombre se turbó. Acababa de leer todo el desprecio que inspiraba al niño. Bajando la vista, ordenó seguir la clase:
- ¡Escriban!
Comenzó a dictar. Su turbación era tan evidente que algunos miraron a Luchín sorprendidos. ¿Qué pasaba? Este sonreía, satisfecho. Acababa de aprender algo más, también infusamente. Alguna vez sabría qué era esto: dos puños todopoderosos nada pueden contra un espíritu. Porque el espíritu es luz, luz que está en lo alto, fuera del alcance de los puños. Cae sobre ellos y no los quema. Los ilumina. Pro los ilumina de tan misteriosa manera que los puños terminan por sentir vergüenza de ser puños.
Pasaron unos minutos. Con el silencio la herida de Luchín volvió a abrirse. Su sensibilidad comenzó a sangrar de nuevo, y lloró. El maestro nada dijo; pero algunos niños rieron. Buscando la broma o para congratularse con él, uno dijo:
- ¡La orquesta otra vez!
- ¡Cállese! le gritó el maestro.
Después quiso decir algo a Luchín que, doblado sobre el pupitre, sollozaba, ahogándose, como si acabaran de castigarle. No pudo decir nada. Y siguió dictando; pero su voz había enronquecido.