Al flaquear la voluntad, surge la pregunta: ¿se justifica ese esfuerzo? ¿No seremos esclavos de nuevas necesidades innecesarias? Es cuando viene a la memoria el reciente comentario de Theodore Roszak, profesor de historia y escritor estadounidense, autor de El culto de la información, acerca de la gran contribución que realiza el film Shakespeare apasionado a la formación de los jóvenes en el campo de la informática. ¿Cómo es posible que una historia que se desarrolla en la sociedad isabelina tenga algo que decir sobre las computadoras? Lo importante es que, como afirma Roszak, nos muestra a Shakespeare haciendo eso por lo que lo recuerda la historia: escribir. Y lo vemos hacerlo, sumergiendo su pluma en carbón líquido. Del extremo de ese simple instrumento de un poeta, preocupado por la profundidad y la elocuencia de lo que escribe, nacieron Romeo y Julieta, Macbeth, Hamlet.
¿Cuál es el valor docente de esas imágenes? Los niños que las observen aprenderán una verdad esencial, que parece escapar a los nuevos apóstoles del culto de la conexión, empresarios que se han propuesto reemplazar a los buenos maestros por cables. La sencilla lección es que la calidad está en la mente. Que los responsables de haber alcanzado las más altas cimas de la expresión de lo humano, en las artes o en las ciencias, llegaron hasta allí sin instalar nuevos programas, preocuparse por los virus informáticos o desesperarse ante la posibilidad de que sus archivos se volatilizaran.
Lo hicieron llevados por el impulso arrollador del poder de su mente. Como ironiza Roszak, mientras nuestros estudiantes organizan sus formatos adecuados y eligen el tipo de letra más conveniente, Shakespeare ya promediaba el acto primero. Mientras tratan de descifrar algún complejo mensaje de error, el poeta revisaba el monólogo de Mercucio. En el tiempo que tarda su máquina en volver a cargar todos los programas, Shakespeare había dado los toques finales a la escena del balcón.
Esa es la lección esencial que surge de la contemplación de la historia: que con un lápiz basta. Que no se requiere de la técnica para poner en marcha la mente humana. Lo que necesitamos son ideas apasionantes para pensar y ellas sólo se generan inspiradas en otras mentes que valoren el conocimiento. Es más probable que las encontremos entre las páginas de los libros o en las aulas que en los discos magnéticos. Es que la información, la deidad contemporánea por excelencia, no sirve de nada si no está sustentada en ideas, valores y juicios. Y nada de eso se encuentra en los productos de una estrategia comercial que, como una tela de araña, busca atraparnos con efectos deslumbrantes. Lo que vehiculiza ese medio termina siendo modelado por esos valores, no por una preocupación genuina por la calidad, la verdad o el buen gusto.
Lo ha expresado muy bien el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer, que acaba de cumplir cien años. Invitado a formular un deseo para los más jóvenes, dijo: "La técnica es una nueva forma de esclavitud. Toda la informática es una cadena inteligente de esclavos. Somos todos esclavos, de los medios y de los nuevos medios. Esclavos, pero de un modo más refinado que en la antigüedad: somos esclavos creyendo ser los amos. Tantas informaciones, demasiadas informaciones, no dejan tiempo para pensar. Y entonces el deseo: que no se dejen atrapar demasiado por las redes de Internet, que aprendan a reconocer los límites, de sí mismos y del propio saber. Sobre todo, deseo que renuncien a tener la última palabra".
Cada tanto, conviene recordar que el mundo que se nos ofrece como maravilloso es el más genuino producto de la imaginación humana. Y, sobre todo, que nuestra herencia común proviene de personas que no necesitaron máquinas para pensar.
Artículo publicado en la revista del diario La Nación
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