En Bagdad, otro tiempo, Almanzor, el Califa.
un palacio construía de oro. La alcatifa
de jaspe y columnata de pórfido: el frontal
todo de pedrería riquísima, oriental.
Y enfrente de esta joya, en piscina de lujo
cantaba de oro y plata, el agua su reflujo;
pero cerca, ¡oh destino!, del triunfal monumento
una cabaña mezquina había abierta al viento;
cayente, desolada,, miseranda mansión
que habitaba un mendigo enfermo y ochentón.
Esa sucia vivienda por cierto que afeaba
la impresión de la joya monumental. Causaba
verla, dolor y asco. Era desagradable
ver ante tanta gloria, ruindad tan miserable.
Había que destruirla... Al pobre tejedor
le ofrecieron dinero por su casa. Favor
era del potentado no sacarle de ella.
No lo aceptó: Esta casa es para mí tan bella
cual su palacio de oro para Almanzor decía
aquí murió mi padre... y además, ella es mía.
Si la arrasan, con ello nada se ha de invertir,
aquí murió mi padre y aquí me harán morir.
Del viejo la respuesta reflexiona Almanzor...
arrasar esa choza! ¿Qué puede deteneros?
¿Un tejedor? Él debe volando obedeceros.
El Califa sombrío dijo: Obligar no quiero.
La cabaña asquerosa estuvo aquí primero.
Cual ejemplo a mis hijos y al reino que se expande,
quiero dejar un símbolo de mi poder augusto.
Ante el palacio dígase: "Almanzor era grande"
Y ante la choza, agréguese: "Pero fue más, fue justo".
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