¡Ya era hora de que algún escritor sin pelos en la pluma descubriese el inocente truco empleado por los eruditos para cosechar laureles en banasta!
El erudito es el hombre que mejor aprovecha el reverso de las hojas de almanaque. La erudición es una madeja de fechas, anécdotas y datos, que se perdería si no fuese por estos inteligentes. Todos saldríamos ganando con esta pérdida. Menos los eruditos.
El erudito se expresa siempre en lenguaje purísimo, y ésta es la causa de que no le entienda nadie. Porque la conversación, como el agua, necesita impurezas para ser potable.
Si el perro es el amigo del hombre, el Espasa es el hermano del erudito. Entre «patata» y «tubérculo farináceo», él se queda con «tubérculo farináceo». Usted y yo, lector, nos quedamos con «patata». Por eso nos llevamos tan bien y nos reímos tanto.
El erudito he aquí su truco rara vez inventa pensamientos propios. Cita los de los demás. Sus libros están llenos de citas. Lo mismo que en las operetas se intercalan números musicales con un leve pretexto, el erudito intercala citas apoyándose en cualquier palabra. Sus artículos se diferencian de los nuestros en que están salpicados de números romanos y de notas al pie, que sirven para embrollar el texto más todavía.
Pero estas «citas» tienen su técnica. Un erudito, al hablar de santidad, no menciona a las grandes figuras del santoral que todos conocemos. Eso nunca: busca y rebusca en sus archivos hasta encontrar un beato oscuro que vivió en el siglo xvn en un aldehuela croata. Al referirse a pintores, desdeña a Velásquez y a otros peces gordos, y elogia a un acuarelista húngaro que ilustraba pergaminos en el año de la nana. Ésas son las citas hermosas que le encumbran. «El arte escribe el erudito, como decía Polondrino Metacarpo, exquisito orfebre sueco (1431-1497), es...» (Y aquí una perogrullada de Polondrino.)
El erudito no hace demasiado caso de los buenos libros que alcanzan cuarenta ediciones en seis meses. Se recrea, en cambio, alabando las deliciosas calidades de un difuso ensayista austríaco que publicó hace tres siglos un folleto titulado: «De cómo fumar en pipa hallando en tal ejercicio sumo deleite». O glosa un poemita de cierto vate lapón, muy conocido en Djerbentfrrr, que dice, poco más o menos: «¡Oh, tú, hielo blanco y duro cual diente de lapona bella!» Una leve sonrisa irónica asoma a sus labios ante los dos kilos de «Lo que el viento se llevó». Como el en tomólogo en el campo, el erudito busca en las bibliotecas desconocidos y minúsculos insectos literarios. Busca en los museos cuadritos de un palmo, que a lo mejor se colgaron allí para tapar una mancha de humedad. Busca sutilezas impalpables, que hincha como globos en el aire de sus palabras. Glorias efímeras y pequeñitas, no más brillantes que un fuego fatuo, se inflan de nuevo en la prosa del erudito. ¿Quién le iba a decir al berzotas de Polondrino Metacarpo que, cinco siglos después, alguien repetiría sus pensamientos ramplones? ¿Sospechaba el autor del opúsculo «De cómo fumar en pipa» que sus cuatro garabatos pasarían a la historia?
Descubierto el truco del erudito, pidamos a la literatura contemporánea más fantasía y menos erudición; más artistas y menos eruditos. Más verdad y menos camelancia.
Extraído del libro: “EL BAÚL DE LOS CADÁVERES”
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