Acurrucada sobre un frágil tajuelo de madera,
mientras posa la mano en su cajita de plata,
cuelga, sobre sus delgadas piernas, su inmóvil brazo.
Yo me paro frente a ella a la hora del crepúsculo,
cuando se desmayan los últimos colores de la tarde.
Y siento el rumoreo de su respiración lanzado al aire.
Si alguien le deja dos o tres monedas;
yo no la miro y me pregunto ensimismado:
¿Acaso se endurece y se oculta
por el hambre?
¿O es la intolerable cadencia de aquel nombre,
la que retumba en sus oídos y anega su alma,
bajo un desdichado vestido de alambre?
Yo también quisiera darle una moneda,
y sentir a mi corazón temblar alborozado.
Pero me resisto a que me mire de ese modo.
Cuando llueve, desde sus cabellos de acerados hilos,
dos rizos se descuelgan sobre sus rígidos senos.
Mientras tanto…
Yo sigo allí.
Mojado!
Mojados!
Hambriento!
Callado!
Rozando sus trenzas con mi mano.
Sé que tarde o temprano, me abrirá sus ojos.
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