Mujer al fin y de mi pobre siglo,
bien arropada bajo pieles caras,
iba por la ciudad, cuando un obrero
me arrojó, como,, piedras, sus palabras.
Me volví a él; sobre su hombro
puse la mano mía; dulce la mirada,
y la voz dulce, dije lentamente:
-¿Por qué esa frase a mí? Yo soy tu hermana.
Era fuerte el obrero, y por su boca
que se hubo puesto sin quererlo, blanda,
como una flor que vence las espinas
asomó, dulce y tímida, su alma.
La gente que pasaba por las calles
nos vio a los dos las manos enlazadas
en un solo perdón, en una sola
como infinita comprensión humana.
(Del libro Languidez)
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