El rey Francisco de Alemania estaba cierto día esperando a que empezara una lucha entre bestias en el circo. Alrededor de la pista congregábanse las damas de la alta aristocracia y los nobles de la corte.
Dio el rey la señal de salida, y se abrió la puerta de la jaula, dando paso a un fiero león, el cual miró en torno suyo, moviendo nerviosamente la cola, y por fin se acostó en el centro de la plaza.
De nuevo hizo el rey señal con la cabeza, y abriéndose otra vez la puerta, saltó a la arena un magnífico tigre, que rugiendo, miró al león. Después de dar algunas vueltas por la pista, acabó tumbándose en el suelo, a poca distancia del león.
Por vez tercera repitió .la señal el monarca, y entonces salieron dos leopardos que, veloces, lanzáronse sobre el tigre, el cual, de un solo zarpazo, los puso en fuga. Durante algún tiempo, sólo se escuchaba el rugido de las fieras, que fue decreciendo poco a poco, porque los leopardos, resguardados en un rincón, aguardaban el momento propicio para saltar sobre el tigre.
Contenían los espectadores la respiración, esperando el comienzo de la lucha, cuando de repente, desde uno de los palcos, cayó sobre la arena, entre el león y el tigre, un femenil guante blanco, que pertenecía a la hermosa hija de un aristócrata. Esta, volviéndose hacia un caballero, que la estaba cortejando, díjole sonriendo:
- Si el amor que sentís por mí es tan profundo como me aseguráis continuamente, hacedme el favor de ir a buscar mi guante.
El caballero miró a su bella; y antes que nadie pudiera vislumbrar lo que había pasado entre ambos, saltó del palco a la arena, y rápido como un relámpago, recogió el guante.
Las fieras saltaron sobre él, pero ya estaba a salvo el caballero, que trepaba ágilmente hacia su palco.
De todos los pechos brotó un grito de alegría, agolpándose los nobles alrededor del caballero, para felicitarle y presenciar la devolución del guante a la dama.
Los circunstantes pensaban que ésta no podría menos de ofrecer su mano, después del heroico hecho realizado por su galán. El caballero inclinóse profundamente y, al mismo tiempo que la presentaba el guante, díjole:
- Si por un capricho me habéis expuesto a tan grave peligro, no estimo ni quiero vuestro amor.
Y dicho ésto echóle el guante sobre la falda y alejóse de ella para siempre.
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