Un rasgo distintivo de esta época es la aceleración vertiginosa de nuestras vidas. Rodeados por tecnologías cuyo objetivo es ayudarnos a vivir más rápidamente, nuestros horizontes temporales se distorsionan. En medio de la vorágine de un mundo dominado por esta brutal compresión del tiempo, terminamos sin saber por qué , aún ahorrándolo, nos sentimos más apresurados.
Queriendo hacer cada vez más, nos desvivimos por hacerlo todo más rápido, por desarrollar varias tareas en forma simultánea ¿Cómo podríamos vivir antes de conducir el automóvil, hablar por teléfono y escuchar la radio simultáneamente? Huidizo, el tiempo nunca nos basta, porque al disponer de más recursos para trabajar, se genera la expectativa de aumentar la producción. Por otra parte, el ocupado es prestigioso. Quien admite tener tiempo parece poco importante pues los mejores son los que disponen de menos tiempo.
Además, tanta velocidad nos ha hecho perder la paciencia y todo nos parece lento. Oprimimos ansiosos el botón que cierra la puerta del ascensor, cuya única finalidad es, en muchos casos, la de calmar a los impacientes. La impresora que ayer nos asombraba con su velocidad hoy nos resulta insoportablemente lenta. Cambiamos los canales de televisión a un ritmo enloquecido, y los responsables de la programación, conocedores de nuestra inquietud, editan sus imágenes a igual velocidad, razón por la que apenas alcanzamos a percibir lo que nos quieren mostrar. Los políticos aprenden a expresarse en segmentos sonoros de diez segundos. Ya sólo logramos concentrarnos durante instantes.
En su reciente libro Más rápido James Gleick analiza esta “aceleración de casi todo”. Sostiene que en lugar de liberarnos, las máquinas han terminado por imponernos su ritmo. Pero, en realidad, esta situación refleja nuestras propias elecciones, no somos victimas de ella. Sentimos a la vez rechazo y atracción hacia la aceleración de nuestras vidas. Aunque el tiempo está construido por el hombre, hemos terminado en convertirlo en una mercancía, sin advertir que no es una cosa que se tiene sino aquello mismo en lo que se vive.
Como el tiempo es una creación cultural, el modo en que lo vivimos es diferente del que registra el reloj: cambia de humor, con la edad, con la tarea que estamos realizando, con la cultura.
Si vemos a una persona en silencio, que no hace nada, concluimos que “pierde el tiempo”. Para los miembros de la tribu Ankore en Uganda, esa persona está “Creando tiempo” . En realidad, deberíamos advertir que por el sólo hecho de estar vivos, producimos tiempo...todo el tiempo
¿Emprendemos esta carrera desenfrenada porque percibimos que nuestra vida es una emergencia? ¿O advertimos que es tan breve que tratamos de extender su duración haciendo más en menos tiempo?
Es una forma de enlentecer la vida: si logramos hacer el doble es como si hubiéramos vivido dos veces.
Afirma el escritor Mark Helprin: “Hoy vivimos con la clase de excitación que nuestros antepasados sólo conocían en las batallas”. Pero cuando todo se acelera a nuestro alrededor, perdemos la posibilidad de reflexionar, de analizar y, finalmente, de elaborar juicios morales.
Lamentablemente, el pensamiento profundo no se produce a la misma velocidad con la que se mueven los electrones en las computadoras. La mente humana requiere tiempo para formar nuevos conceptos. Cuando se intenta acelerar este proceso, se pasa rápidamente de lo inteligente a lo incoherente. Aunque los seres humaos nunca eligieron lo más lento y su historia es una apuesta a la velocidad, cada uno está siempre a tiempo de detenerse a meditar sobre el uso que da a lo único que le es propio: ese tiempo que, por el hecho de vivir, crea cada día.
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