La sangre del negro Santos ha corrido en todos nuestros campos de batalla, y se había habituado de tal manera al estruendo del cañón, que sus ojos mismos parecían un fogonazo.
El negro Santos tenía un grito que le era peculiar, que parecía el silbido de una bala: este grito lo lanzaba siempre en las grandes solemnidades de su vida.
Las heridas habían deformado su semblante de ébano, que no era otra cosa que un conjunto de horribles cicatrices, y su troya, roja como un tizón, parecía los labios de una inmensa herida.
Y aquella cara espantosa, iluminada por el fogonazo de sus ojos, adquiría una expresión de sátiro, capaz de imponer miedo al corazón más sereno. A pesar de esta apariencia feroz, el negro Santos era un ser inofensivo. Así como en las batallas era un león, era en la calle de una mansedumbre infinita.
Cuando reunía diez o veinte pesos, entraba a un almacén y bebía y convidaba a los presentes hasta dar fondo con su último centavo. Una vez borracho, salía a la calle amenazando al cielo y a la tierra y haciendo ademán de sacar el cuchillo; pero se entregaba mansamente al primer vigilante que se lo intimaba, y se iba a pasar una semana a su casa vieja, como llamaba él a la fonda del gallo.
El negro Santos no conocía su edad y la medía por los frascos de ginebra que había consumido: así, cuando alguien le preguntaba la edad, respondía estirando su troya de tizón:
-Tengo como tres mil frascos de ginebra.
-¿Y has tomado mucha ginebra en tu vida, Santos?
-Calcule usted; en los días que no llueve, tomo ginebra; cuando llueve, sólo tomo caña.
(De Croquis y siluetas militares)
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