Oh, tierra!, por tu bien dejé la nube,
palacio azul que, allá, en el cielo tuve.
Perdí mi nitidez: turbia he quedado
del polvo que a las plantas he quitado...
Pero estaban con sed las avecillas
y las hojas poníanse amarillas,
en los campos el pasto escaseaba
y el trigal sin espigas se secaba.
¡Que madure la espiga y que florezca
el rosal del jardín! ¡Que el pasto crezca!
¡Que renazca el verdor y la frescura!
Para ello bajé... ¡dejé la altura!
¡Alfil dejé de ser limpia por ser buena
al mezclarme a tu polvo; eso me apena.
Mas los rayos del sol han de ayudarme
y, otra vez, a la nube he de elevarme.
Y luego, desde allí, podré, gozosa,
contemplar el botón trocado en rosa
y al trigal semejante a un mar de oro,
dando al hombre magnífico tesoro;
y, al ver fructuoso el sacrificio mío,
volveré cada noche hecha rocío.
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