viernes, 28 de junio de 2013

El puente - Jorge A. Dágata

El mes pasado cumplí once años y mi abuelo me contó otra vez que nací una noche de temporal. No había teléfono ni auto. Para ir al hospital mi mamá tenía que atravesar el canal por un puentecito de madera podrida. El agua que bajaba de la ciudad lo había cubierto. No más para llegar hasta ahí tenía que andar por varias cuadras de barro. Así que mi abuelo decidió que yo nacería en la casa, sin más ayuda que la de una vecina que había sido partera en Misiones, muchos años antes de venirse para acá.
Así llegué yo en pleno invierno y debieron atenderme muy bien, porque mi abuelo dice que soy muy buen chico, bien desarrollado y voluntarioso. No sé. Lo que pasa es que a mi papá no lo conozco y mi mamá está siempre tan ocupada, trabajando afuera y atendiendo a mis seis hermanos que casi vivo con él, aunque estamos todos ahí no más, y aprendo a arreglármelas solo. Cuando le cuento a mi maestra que me lavo la ropa y la mayoría de las veces cocino para todos, dice que se emociona mucho. Debe ser cierto, no porque lo diga sino porque se le nota en los ojos como un brillo húmedo. Es medio tonta, pero muy buena. Tiene un solo hijo muy parecido a ella. Según cuenta no sabe ni andar en bicicleta, y eso que ya cumplió los doce. Debe ser de esos chicos que se la pasan comiendo y mirando televisión o jugando con una computadora. Cómo será que si no lo lleva a la escuela, no va.
Yo por suerte estoy con mi abuelo. Me armó la bicicleta con un cuadro que encontramos en las vías y las ruedas que le cambió a un ciruja por una montaña de fierros y botellas, cuando limpiamos el patio. También trajo un televisor viejo, lo arregló y entre los dos pusimos la antena en ese tronco alto y seco que hay al lado de la casa. Algunas noches se ve bastante bien. Mi abuelo es un genio. La verdad es que cuando nos ponemos a charlar ni televisor precisamos. Me cuenta cómo era su vida de maquinista del ferrocarril. Viajaba  de Buenos Aires a Quequén y algunas veces llegó mucho más lejos, hasta la Patagonia. Cómo cargaban agua y carbón en las estaciones y veían a los crotos treparse a un vagón y los dejaban, nomás. Hay que verlo cuando limpia el farol de fierro, bastante oxidado, o lo hace iluminar si se corta la corriente y sale al patio a ver qué pasa que ladran los perros. ¿Y el descarrilamiento? ¡Esa sí que no me la pierdo, aunque la repita mil veces! La máquina se le fue en una curva porque los durmientes estaban podridos y quedó inclinada en el terraplén con seis vagones volcados. Las bolsas de papa rotas y desparramadas. Mi abuelo subió al palo del telégrafo y dio el alerta, porque unas horas más tarde pasaba otro tren y hubiera sido un desastre. Me muestra con los dedos en la mesa cómo trasmitía el mensaje con puntos y rayas y parece que estuviera otra vez sobre el palo, abrazando el que usa como bastón cuando anda dolorido. “-¿Que estaba nervioso? Y, un poco sí... Si largaban la formación de las siete no sé dónde estaríamos“. Yo le digo que se salvaron gracias a él, pero me contesta que nada más cumplió con su obligación. Estuvieron varios días trabajando las cuadrillas, con una máquina que vino de la capital para encarrilar la que se había salido de las vías y los seis vagones. Mi abuelo se los pasó al lado de su tren, acampando con los compañeros ferroviarios y algunos crotos que se quedaron a ayudar. “-Ayudar, ayudaron poco... ¡Pero cómo comían los desgraciados!” Es una de las pocas veces que lo veo reír.
Me dice siempre que escriba todo lo que me pasa, para no olvidarme. Yo le digo que no, que no me olvido, pero él frunce la frente, como si se enojara, y me contesta: -“Ya vas a ver“. Así que en mi cuaderno voy poniendo lo que me parece. Cuando él lo lee me corrige algunas cosas, me abraza y se queda un rato apretándome, sin hablar. Después se saca la gorra de lona y repite dos o tres veces: -“Es una gran cosa, una gran cosa“. A mí no me cuesta nada darle el gusto, aunque a veces no sé si lo entiendo y otras veces me parece que sí. Pero me gusta escribir, aunque más no sea para él. Porque ¿a quién más le puede importar lo que hacen un chico de mi edad y su abuelo?
Algunos días me lleva a la ciudad. Se queja mucho de que le duelen las piernas y además, bueno, me da un poco de vergüenza, porque a cada rato tiene que ir al baño. De este lado de las vías no hay problema: un matorral, unas plantas, una casa abandonada, y ya está. Pero del otro lado, con tanta gente... Igual yo recorro bastante con la bicicleta y ahora que soy grande me animo unas cuantas cuadras más, como esa  vez que casi llegué hasta el centro. No me importa si me retó. Bah, casi no sé si me retó. Me dijo lo mismo que a veces les decía a los crotos: -“Cada uno tiene que hacer su vida“. A mi me parece que desde que no pasan más los trenes, mi abuelo no sabe qué hacer. Me doy cuenta que se siente como perdido. Tenía dos amigos pero bueno, se le murieron. Por eso capaz quiere que yo escriba. -“Contá lo de la zorra, contálo“. Es de una vez que entre los dos agarramos una zorrita vieja que estaba abandonada en una vía muerta. Mi abuelo manejó los cambios para mover los rieles y la hicimos andar por la vía principal, casi hasta Los Pinos. Es de esas que tienen dos manijas como un subibaja. Nos sentamos uno de cada lado y déle para arriba y para abajo. Yo me colgaba, sobre todo cuando subimos la loma de Tres Esquinas. ¡Cómo se veía todo, tan cerca y tan lejos, desde nuestra zorrita! -“¡Fierro contra fierro! “, gritaba él, y tiraba la gorra para adelante y trataba de embocarla con la cabeza cuando pasaba. Estábamos muy felices y cuando volvimos, cansados y todo, la dejamos otra vez en la vía muerta. -“Para la próxima“.
Nos tomamos unos mates debajo del sauce del patio, diciendo que la próxima hasta San Agustín no paramos.
El otro día fuimos hasta el canal, porque había camiones y palas trabajando. Están construyendo un puente ancho como toda la calle, para que se pueda ir y venir aunque llueva como la noche en que nací. A mi me gustó ver cómo removían la tierra, armaban una gran caja de maderas y la llenaban de cemento. Mi abuelo se quedó callado, pensando en algo, creo. De pronto me abrazó muy fuerte, como otras veces y me dijo: -“Es una gran cosa el puente. Una gran cosa“. Un poco lo entiendo y otro poco no. Pero va a ser lindo cruzar por el puente ancho, aunque el canal se ponga bravo por la lluvia. Como estar más cerca del otro lado, o como si el otro lado se acercara, que viene a ser más o menos lo mismo. Tiene razón. Es una gran cosa.

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