Hubo una vez un rico personaje que era en extremo cruel con los pobres que vivían en sus dominios. Eran éstos sumamente miserables, y el hacendado, que era dueño de todos los terrenos, y utilizaba los servicios de todos los habitantes de la comarca, abonábales salarios muy escasos, y los oprimía por todos los medios a su alcance. Vióse el país asolado por un hambre espantosa, y los pobres acudieron al castillo del señor en demanda de pan; pero aquél no quiso darles ni un mendrugo.
Llegó el caso a conocimiento del rey, e invitó a comer al hacendado rico. No es preciso ponderar el orgullo y alegría de éste al recibir la regia invitación. Mandó enganchar sus mejores caballos al más lujoso de sus carruajes, hizo que se vistiesen sus sirvientes sus trajes más vistosos, y partió para el palacio del rey.
Condújole el monarca al comedor, donde había una mesa preparada para dos, llena de flores y frutas y manjares exquisitos, viéndose numerosos criados dispuestos a servirles.
Presentaron éstos al rey un plato de sopa, y cuando estaba ya a punto de concluirla, sirvieron otro plato igual al hombre rico, pero cuando éste se disponía a llevarse a la boca la primera cucharada, concluyó la suya el rey, y los criados retiraron los platos, de tal suerte que el rico no pudo ni probarla. Trajeron después al rey un nuevo plato, y cuando estaba ya próximo a terminarlo, presentaron otro igual al hacendado; pero antes de que tuviese tiempo de tomar en sus manos el tenedor y el cuchillo, el rey terminó el suyo, y los sirvientes retiraron ambos platos.
De la misma manera le fueron presentando plato -tras plato al monarca, y éste, cada vez que despachaba uno, ponderaba a su huésped cuan sabroso estaba y cuánto le complacía que fuese también de su agrado, lo cual no era obstáculo para que, cada vez que el rico trataba de probar el plato que le había servido un criado, otro se lo quitase de delante. Terminó la comida sin que el rico hubiese logrado probar un solo bocado, ni aun siquiera un mendrugo de pan, pues los sirvientes olvidaron, de propósito, el ponérselo; y sabido es que cuando se come con los reyes no se puede pedir nada.
Lo peor era que el rico estaba muerto de hambre, pues, en extremo atareado en preparar el viaje, nada puso de comer dentro del coche, hallándose en ayunas por completo, y por añadidura, la comida se había prolongado bastante.
Cuando terminó el banquete, condujo el rey a su huésped hasta el vestíbulo de palacio, dióle las buenas noches, e indicóle el larguísimo camino que conducía a su castillo.
El monarca no dijo una palabra del extraño banquete que ofreciera al opulento hacendado, pero éste regresó a su castillo casi extenuado de hambre, y jamás olvidó la lección que, sin pronunciar una sola palabra, hubo de darle el rey. A partir de aquel día mostróse compasivo con los pobres, y fue siempre el fiel amigo de los menesterosos.
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