Hallábase un día Benjamín Franklin sin empleo en Boston, y como necesitaba ganarse la vida, echóse a buscar colocación por las imprentas. Viendo que sus tentativas resultaban inútiles, decidió ir a Nueva York; marchó a esta ciudad, pero como tampoco fue más afortunado, se encaminó a Filadelfia. Escaso de recursos hubo de pagar el pasaje remando como marinero, y llegó a Filadelfia sucio, muy cansado y con bastante hambre.
Compró algunas hogazas de pan; metióse el resto de su equipaje en los bolsillos y con un pan debajo de cada brazo y comiendo otro, hizo su entrada por las calles de Filadelfia, el hombre que más tarde había de ser orgullo de aquella ciudad y célebre en todo el mundo.
Al pasar por cierta calle, la señorita Read, viendo la triste figura del mozo, se rió mucho de él. Años después, la misma señorita que así se había burlado del desarrapado mancebo, vino a casarse con él, cuando, habiendo triunfado de la adversidad, su nombre se pronunciaba en todas partes con respeto y admiración. Estando un día los dos esposos platicando en la intimidad, salió a relucir el incidente; y aunque uno y otro lo celebraban con risas y humoradas, el hecho no dejó de impresionar hondamente a la señora, que lo refirió con frecuencia como ejemplo que enseña a no maltratar con burlas, risas o desprecios a las personas de aspecto pobre y humilde, las cuales, aun cuando no posean secretas virtudes, deben merecernos siempre consideración y respeto.
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