martes, 19 de noviembre de 2013

“CONTATE UN CUENTO VI” - Mención de honor Categoría D – Adultos

La espera de Francisco 
Por Karina Maniné Fabiani

   Estaba nervioso, esa manera de retorcerse las manos lo delataba. Despacio se levantó de su siesta  y caminó un poco; lo poco que esa habitación le permitía. Parecía que solo percibía su estrechez cuando chocaba contra los barrotes, entonces giraba  y otra vez se detenía unos pasos antes de la pared.
   Por la mañana, Arturo, el viejo carcelero le había dado la noticia de que saldría de prisión esa misma tarde. No entendió bien lo que le decía, ¿Cómo? ¿Qué saldría?...
   Buscó en su mente los recuerdos de su vida  anterior, pero no logró que vinieran a ella. Luchó toda la mañana y de pronto apareció frente a sí su pequeña casa a diez cuadras del pueblo, sus animales, su tierra y la tristeza se apoderó de él cuando recordó a su padre, quien había muerto hacía ya quince años. Al recibir la noticia de su muerte en esa celda fría Francisco había llorado como nunca lo había hecho. Increíblemente, no pensó en su padre ya anciano; sino, como muchos años atrás, cuando todavía él era un niño. Recordó las tardes de verano bajo el aroma de los naranjos y limoneros, cuando veía trabajar a su padre con sus manos robustas y ásperas. Podía pasarse horas así, mirándolo tomar el rastrillo y luchar con la aridez de la tierra, agotado, con el rostro sudado, pero con fuerzas para seguir.
   Algo lo hizo volver a la realidad, Arturo se acercaba, debía prepararse, se iba. Lo siguió por el pasillo a paso lento, no sabía si estar triste o alegre. Todos los días recorría ese mismo camino a la hora del almuerzo y más tarde para la cena, a veces jugaba a adivinar el menú por el aroma que le llegaba desde el comedor. Iba a extrañar esas baldosas negras y rojas. Esperó unos instantes frente a la puerta de la Dirección y pronto  Arturo le indicó que pasara y se sentara. El gordo director de bigotes y cejas espesas, releyó en voz alta los hechos de 1947. Francisco los conocía perfectamente.
     El 16 de abril de ese año alguien había irrumpido violentamente en su casa, un hombre alto lo sacó de la cama y le dijo que estaba detenido por el robo en el almacén de Don Fermín. Su padre miraba nervioso y una sombra nubló esos ojos oscuros. Francisco salió corriendo, huía en cualquier dirección. Era de noche y nadie conocía el lugar mejor que él “Detenido”, “robo”  Las palabras resonaban a su alrededor pero no lograba entenderlas, a pesar de ello no cesaba de correr   . Pero la libertad duró poco, a la mañana siguiente lo habían atrapado y llevado a la prisión de la capital, y allí fue condenado a treinta años.
   Al principio se creyó morir, no había aire, ni olor a naranjos ni noches estrelladas en esa horrible habitación; pero poco a poco fue acostumbrándose a su nueva vida.
   Y ahora, después de tanto tiempo, el director le decía tranquilamente, como hablando del frío de la otra noche, que saldría de prisión porque se había descubierto al verdadero responsable del robo. ÉL, que nunca había cometido un delito estaba libre…
   Garabateó su nombre en unos papeles, se cambió de ropa y partió con sus casi sesenta años y todo el miedo del mundo.
   Los últimos rayos del sol le irritaron profundamente los ojos, los cerró con fuerza, pero esa violenta energía ya estaba dentro de sí. Pese a que se acercaba el invierno, las tardes aún eran cálidas, sólo las noches se tornaban frías y hoscas.
   Vagó por las calles sin pensar en nada. Llegó al centro del pueblo y recorrió sus calles despacio. Ya no era el mismo, los viejos y chatos edificios habían sido desplazados por otros altos y blancos. El bar donde se reunía por entonces con sus amigos era ahora una tienda de importancia a juzgar por su fachada. Miró a su alrededor y un destello de alegría le atravesó el corazón: la placita de la otra cuadra aún estaba allí. Cruzó la calle sin mirar los autos que tocaron con furia sus bocinas, Francisco ni siquiera las había oído,  se sentó en un banco bajo los jazmines que esperaban la primavera para florecer, y sus labios pronunciaron el nombre amado: Nardis… Habían compartido ese banco antes, antes… ¿Qué sería de ella ?
   Empezó a sentir frío y decidió ir a su antigua casa. Llegó junto con las últimas luces del atardecer. No la reconoció, no quiso reconocerla, se había acercado temeroso. El tiempo o algo peor habían arrasado con todo. La maleza se apoderaba del lugar con ímpetu y el molino sólo conservaba su esqueleto.
   Caminó lentamente, empujó la puerta hinchada y dura y entró sintiendo un gran vacío. Las paredes descascaradas y llenas de humedad lo miraban indiferentes, las arañas no lo percibieron; salvo una pequeñita que lo miró unos segundos y luego siguió con su labor. Era un extraño en su propio hogar. Se acurrucó en un rincón, sentía frío y un dolor agudo en el pecho. Las sombras de la noche fueron cubriendo toda la casa, Francisco oyó el ladrar de los perros, el sonido de los insectos y fantasmas esparcidos por el campo y sintió escalofríos.
   En su celda no conocía el frío, los ruidos de la noche no lo atormentaban, su rutina y su vida estaban debidamente programadas. Se sintió tremendamente solo y casi deseó estar de nuevo en el penal de Palencia, en su pequeña celda, en su cama dura…
   Se durmió sin quererlo, soñó con amigos de antes, con su vida de antes. Y en pleno sueño  percibió una gran luz cálida que penetraba en la habitación  y creyendo que aún soñaba se acercó a la luz y a su padre que desde ella lo llamaba con cariño.

   Dos días después, los niños que iban a jugar a la vieja casona lo encontraron en un rincón, acurrucado, sin vida y con una gran sonrisa en el rostro. Nada importaba, Francisco ya no estaba allí. 

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