La espera de Francisco
Por Karina Maniné Fabiani
Por la mañana,
Arturo, el viejo carcelero le había dado la noticia de que saldría de prisión
esa misma tarde. No entendió bien lo que le decía, ¿Cómo? ¿Qué saldría?...
Buscó en su mente
los recuerdos de su vida anterior, pero
no logró que vinieran a ella. Luchó toda la mañana y de pronto apareció frente
a sí su pequeña casa a diez cuadras del pueblo, sus animales, su tierra y la
tristeza se apoderó de él cuando recordó a su padre, quien había muerto hacía
ya quince años. Al recibir la noticia de su muerte en esa celda fría Francisco
había llorado como nunca lo había hecho. Increíblemente, no pensó en su padre
ya anciano; sino, como muchos años atrás, cuando todavía él era un niño.
Recordó las tardes de verano bajo el aroma de los naranjos y limoneros, cuando
veía trabajar a su padre con sus manos robustas y ásperas. Podía pasarse horas
así, mirándolo tomar el rastrillo y luchar con la aridez de la tierra, agotado,
con el rostro sudado, pero con fuerzas para seguir.
Algo lo hizo volver
a la realidad, Arturo se acercaba, debía prepararse, se iba. Lo siguió por el
pasillo a paso lento, no sabía si estar triste o alegre. Todos los días
recorría ese mismo camino a la hora del almuerzo y más tarde para la cena, a
veces jugaba a adivinar el menú por el aroma que le llegaba desde el comedor.
Iba a extrañar esas baldosas negras y rojas. Esperó unos instantes frente a la
puerta de la Dirección
y pronto Arturo le indicó que pasara y
se sentara. El gordo director de bigotes y cejas espesas, releyó en voz alta
los hechos de 1947. Francisco los conocía perfectamente.
El 16 de abril de
ese año alguien había irrumpido violentamente en su casa, un hombre alto lo
sacó de la cama y le dijo que estaba detenido por el robo en el almacén de Don
Fermín. Su padre miraba nervioso y una sombra nubló esos ojos oscuros.
Francisco salió corriendo, huía en cualquier dirección. Era de noche y nadie
conocía el lugar mejor que él “Detenido”, “robo” Las palabras resonaban a su alrededor pero no
lograba entenderlas, a pesar de ello no cesaba de correr . Pero la libertad duró poco, a la mañana
siguiente lo habían atrapado y llevado a la prisión de la capital, y allí fue
condenado a treinta años.
Al principio se
creyó morir, no había aire, ni olor a naranjos ni noches estrelladas en esa
horrible habitación; pero poco a poco fue acostumbrándose a su nueva vida.
Y ahora, después de
tanto tiempo, el director le decía tranquilamente, como hablando del frío de la
otra noche, que saldría de prisión porque se había descubierto al verdadero
responsable del robo. ÉL, que nunca había cometido un delito estaba libre…
Garabateó su nombre
en unos papeles, se cambió de ropa y partió con sus casi sesenta años y todo el
miedo del mundo.
Los últimos rayos
del sol le irritaron profundamente los ojos, los cerró con fuerza, pero esa
violenta energía ya estaba dentro de sí. Pese a que se acercaba el invierno,
las tardes aún eran cálidas, sólo las noches se tornaban frías y hoscas.
Vagó por las calles
sin pensar en nada. Llegó al centro del pueblo y recorrió sus calles despacio.
Ya no era el mismo, los viejos y chatos edificios habían sido desplazados por
otros altos y blancos. El bar donde se reunía por entonces con sus amigos era
ahora una tienda de importancia a juzgar por su fachada. Miró a su alrededor y
un destello de alegría le atravesó el corazón: la placita de la otra cuadra aún
estaba allí. Cruzó la calle sin mirar los autos que tocaron con furia sus
bocinas, Francisco ni siquiera las había oído,
se sentó en un banco bajo los jazmines que esperaban la primavera para
florecer, y sus labios pronunciaron el nombre amado: Nardis… Habían compartido ese banco antes, antes… ¿Qué sería de
ella ?
Empezó a sentir
frío y decidió ir a su antigua casa. Llegó junto con las últimas luces del
atardecer. No la reconoció, no quiso reconocerla, se había acercado temeroso.
El tiempo o algo peor habían arrasado con todo. La maleza se apoderaba del
lugar con ímpetu y el molino sólo conservaba su esqueleto.
Caminó lentamente,
empujó la puerta hinchada y dura y entró sintiendo un gran vacío. Las paredes
descascaradas y llenas de humedad lo miraban indiferentes, las arañas no lo
percibieron; salvo una pequeñita que lo miró unos segundos y luego siguió con
su labor. Era un extraño en su propio hogar. Se acurrucó en un rincón, sentía
frío y un dolor agudo en el pecho. Las sombras de la noche fueron cubriendo
toda la casa, Francisco oyó el ladrar de los perros, el sonido de los insectos
y fantasmas esparcidos por el campo y sintió escalofríos.
En su celda no
conocía el frío, los ruidos de la noche no lo atormentaban, su rutina y su vida
estaban debidamente programadas. Se sintió tremendamente solo y casi deseó
estar de nuevo en el penal de Palencia, en su pequeña celda, en su cama dura…
Se durmió sin
quererlo, soñó con amigos de antes, con su vida de antes. Y en pleno sueño percibió una gran luz cálida que penetraba en
la habitación y creyendo que aún soñaba
se acercó a la luz y a su padre que desde ella lo llamaba con cariño.
Dos días después,
los niños que iban a jugar a la vieja casona lo encontraron en un rincón,
acurrucado, sin vida y con una gran sonrisa en el rostro. Nada importaba,
Francisco ya no estaba allí.
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