Érase una viejecita
sin nadita que comer
sino carne, frutas, dulces,
tortas, huevos, pan y pez.
Bebía caldo, chocolate,
leche, vino, té y café,
y la pobre no encontraba
qué comer ni qué beber.
Y esta vieja no tenía
ni un ranchito en que vivir
fuera de su casa grande
con su huerta y su jardín.
Nadie, nadie la cuidaba
sino Andrés y Juan y Gil
y ocho criados y dos pajes
de librea y corbatín.
Nunca tuvo en qué sentarse
sino sillas y sofás
con banquitos y cojines
y resorte al espaldar.
Ni otra cama que una grande
más dorada que un altar,
con colchón de blanda pluma,
mucha seda y mucho holán.
Y a no ser por sus zapatos,
chanclas, botas y escarpín,
descalcita por el suelo
anduviera la infeliz.
Apetito nunca tuvo
acabando de comer,
ni gozó salud completa
cuando no se hallaba bien.
Y esta pobre viejecita
al morir no dejó más
que onzas, joyas, tierras, casas,
ocho gatos y un turpial
Duerma en paz, y Dios permita
que logremos disfrutar
las pobrezas de esta pobre,
y morir del mismo mal.
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