Estoy en esa etapa en la que si
te dicen un chiste, puedes reaccionar de dos maneras: riendo a carcajadas sin parar
o enojándote para siempre. También
estoy en esa edad, en la que defendemos nuestras ideas hasta las últimas
consecuencias, aunque estemos diciendo algo erróneo, sin sentido y lo que es
peor, que lo sepamos: queremos que nos escuchen sin importar qué, pero no
queremos oír. Lo que nos interesa, desde mi punto de vista, es no demostrar que
somos débiles en cuanto a mantener nuestra postura y nuestros pensamientos. Sí,
hablo de la adolescencia o, como suelo llamarla, "la etapa que rompe
amistades". Mi madre generalmente me cree en lo que digo, aunque no sé si
es porque en verdad confía en mí, o porque quiere evitar una discusión. Pero lo
que ocurrió aquel día, casi no lo cree ni mi propia mente. Para comprender el
hecho, es necesario comenzar por el principio.
Una tienda de frutas y verduras había llegado a mi pueblo. Dos días
después de su apertura, mi madre me envió a buscar unas cebollas para el
almuerzo y algunas frutas para la tarde. En cuanto entré a aquel lugar, noté un
ambiente bastante tenso. No había nadie que me atendiera. Un par de minutos
después sin que nadie apareciese, decidí golpear mis manos unas pocas veces,
para descubrir si realmente había alguien. De inmediato una voz resonó en el
lugar:
-¡No hay necesidad de hacer tanto
alboroto, niño!--dijo un anciano como de unos ochenta y cinco, noventa años.
-Disculpe, señor. No pensé que
sería tan...
-¡Basta ya! Ahora dime de una vez
qué es lo que quieres.
Luego de esta breve
discusión, realicé mi pedido, y aunque no estaba muy conforme con cómo me había
tratado aquel extraño personaje, no le dí mucha importancia: había algo en ese
hombre que, aunque no sabía qué era, me resultaba extraño.
El señor me atendió con desgano, por lo que tardó algo así como diez
minutos en poner un kilo de cebollas en mi bolsa. Me cobró la mercadería y
dijo:
-Listo. ¡Ya vete!
Y eso fue todo. Ni
hasta luego, ni buen día, ni nada parecido.
Ya en mi casa, y luego de unas largas explicaciones de por qué había
tardado tanto tiempo, siendo que la verdulería quedaba al lado de mi casa, dejé
las frutas y las verduras en la cocina y me encerré en mi cuarto a pensar. Sí,
de verdad ese episodio en la verdulería me había impactado. De acuerdo, lo que
sabía por el momento era que, por lo que había visto y oído, era una persona
bastante mayor, muy cascarrabias, sin buenos modales y un poco lento para
atender. Era todo lo que sabía. Según mi parecer, si seguía atendiendo de esa
manera el pobre señor no tardaría en quedar sin empleo.
A partir de ese día, siempre que mi madre necesitaba algo de la
verdulería, me ofrecía muy amablemente a ir por ella, aunque no recibiera los
tratos adecuados y tardara una eternidad para regresar. Luego de un tiempo, era
tal la responsabilidad que había adquirido, que hacía que las compras desaparecieran
"mágicamente" para poder ir por más. Claro que no lo hacía todos los
días para que mi madre no sospechara nada: tenía esa especie de necesidad
interna, de tener que resolver algún misterio que en sí, nadie me había
planteado, y de resolverlo, hacerlo por mis propios medios.
Fui al lugar algo así como unas cuarenta y tres veces más, pero no
obtuve nada de información. La única pista que consideré importante para mi
investigación personal, era que todos mis vecinos aseguraban que antes de que
ellos llegasen, él ya rondaba por el barrio: luego puso una verdulería, que
proveía con su propia huerta, pero a fin de cuentas, nadie sabía su nombre,
dónde vivía y mucho menos algún dato que me ayudara a conocer su vida. Era ese
tipo de personas, que se limitaba a escuchar tu pedido con un dejo de enojo, y
ciertas veces melancolía en el rostro. Preparaba tus vegetales y volvía a
perderse en la oscuridad de su local, sin siquiera despedirse. Era algo lo
suficientemente extraño, como para que despertara mi interés.
Cuanto más trataba de averiguar algo de lo que le pudo haber ocurrido,
lo que le estaba ocurriendo, o lo que le podría llegar a ocurrir, más se
comportaba evasivamente. Se dedicaba a hacer su trabajo y nada más. Recuerdo
que una tarde, luego de haber pagado y todo lo que debía hacer, intenté
entablar una conversación comenzando por el tema que siempre nos salva:
-¿Qué clima, no?
-¡Ya te he atendido. Ahora vuelve
a tu casa de inmediato! No tienes nada que hablar conmigo y yo no te debo
explicaciones de nada, así que lárgate de una vez.
Cabe aclarar que nunca más, en todo el tiempo que ha pasado desde
aquella situación, le he vuelto a preguntar por el clima, y creo que, por
ahora, no lo haré.
Hacía ya un largo tiempo que venía intentando investigar algo más, pero
todo lo que hacía era en vano.
Volviendo al comienzo de la narración, recuerdo este hecho como si lo
estuviese viviendo en este momento. Un día soleado, yo iba a hacer mis compras
diarias a la verdulería, mirando el cielo ya que un antiguo avión alemán
conquistaba los cielos de esa mañana. Ya a unos pasos del local, observé al
anciano, que por primera vez estaba parado afuera, cómo se tapaba los oídos y
cerraba los ojos, como si estuviese viviendo el último día de su vida. Podía
observar en su rostro, aquella desesperación, y aunque no sabía a qué se debía
aquel hecho, ya había tomado una decisión: él necesitaba ayuda, y yo se la
brindaría.
Fue así cuando me acerqué corriendo sin pensarlo dos veces y me quedé
mirando al anciano hasta que el avión se perdió de vista, y fue así que comenzó
a abrir poco a poco esos arrugados ojos, en los que aún se notaban rastros de
dolor.
Sin que yo dijese nada, pero como si hubiese interpretado mi mirada
ansiosa y a la vez nerviosa, fue por primera vez que me dirigió la palabra
correctamente:
-Soy oriundo de Polonia. Mi
nombre es Vladimir Krocov, y fui un aviador que participó en la invasión
alemana el primero de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, y pese a
que intentamos defenderlo con todo lo que pudimos dar, no quedó nada de mi
pueblo. El invasor era muchas veces más fuerte que nosotros. Quedé solo: muerto
en vida, sólo respiraba e intentaba sobrevivir, sin tener que recordar mi
oscuro pasado. Si tengo que admitirlo, hubiese preferido que Dios me llevase a
mí también, para no tener que sufrir de esta manera. En fin, esa es mi
historia. Mi triste y amarga historia. Y así se retiró sin decir una palabra
más. Al fin, había podido ponerme en sus propios zapatos y comprender lo que
sentía.
Nunca más volvió a ser visto. Ni por mí, ni por nadie. En cuanto a su
huerta y a su local, poco a poco fueron desapareciendo, hasta llegar al punto
de que cualquiera apostaría que nunca se cultivó nada ahí.
Tiempo después, con mi madre fuimos al cementerio con un gran ramo de
flores para repartir entre todas nuestras personas queridas: familiares,
amigos, etcétera. Me encontraba caminando por los pasillos del lugar, cuando en
un rincón ví una antigua sepultura, que estaba rota y sucia; en ella decía:
"Vladimir Krocov, fallecido el cuatro de septiembre de mil
novecientos treinta y nueve, cumpliendo su tarea como aviador".
Sin duda, la cosa más revolucionaria para mi alma. Yo lo había visto
sufrir, él me había hablado y yo lo había escuchado, y aunque nadie me crea,
había sido un veintiocho de febrero de mil novecientos cuarenta y siete.
Quizás necesitaba que alguien lo escuchara antes de irse, y cuando lo
recuerdo, resuenan sus palabras en mi mente. Me considero a mí mismo, una
persona muy afortunada de haberlo conocido y aunque sea difícil de comprender,
permanece siempre en mis recuerdos.
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