domingo, 20 de enero de 2019

“Contate un Cuento XI” - Mención de Honor categoría B: “Sombras del pasado” Por Anneke Wendel alumna de 2° año del Instituto Gral. Martin Rodríguez de Tandil


Estoy en esa etapa en la que si te dicen un chiste, puedes reaccionar de dos maneras: riendo a carcajadas sin parar o  enojándote para siempre. También estoy en esa edad, en la que defendemos nuestras ideas hasta las últimas consecuencias, aunque estemos diciendo algo erróneo, sin sentido y lo que es peor, que lo sepamos: queremos que nos escuchen sin importar qué, pero no queremos oír. Lo que nos interesa, desde mi punto de vista, es no demostrar que somos débiles en cuanto a mantener nuestra postura y nuestros pensamientos. Sí, hablo de la adolescencia o, como suelo llamarla, "la etapa que rompe amistades". Mi madre generalmente me cree en lo que digo, aunque no sé si es porque en verdad confía en mí, o porque quiere evitar una discusión. Pero lo que ocurrió aquel día, casi no lo cree ni mi propia mente. Para comprender el hecho, es necesario comenzar por el principio.
  Una tienda de frutas y verduras había llegado a mi pueblo. Dos días después de su apertura, mi madre me envió a buscar unas cebollas para el almuerzo y algunas frutas para la tarde. En cuanto entré a aquel lugar, noté un ambiente bastante tenso. No había nadie que me atendiera. Un par de minutos después sin que nadie apareciese, decidí golpear mis manos unas pocas veces, para descubrir si realmente había alguien. De inmediato una voz resonó en el lugar:
-¡No hay necesidad de hacer tanto alboroto, niño!--dijo un anciano como de unos ochenta y cinco, noventa años.
-Disculpe, señor. No pensé que sería tan...
-¡Basta ya! Ahora dime de una vez qué es lo que quieres.
  Luego de esta breve discusión, realicé mi pedido, y aunque no estaba muy conforme con cómo me había tratado aquel extraño personaje, no le dí mucha importancia: había algo en ese hombre que, aunque no sabía qué era, me resultaba extraño.
  El señor me atendió con desgano, por lo que tardó algo así como diez minutos en poner un kilo de cebollas en mi bolsa. Me cobró la mercadería y dijo:
-Listo. ¡Ya vete!
  Y eso fue todo. Ni hasta luego, ni buen día, ni nada parecido.
  Ya en mi casa, y luego de unas largas explicaciones de por qué había tardado tanto tiempo, siendo que la verdulería quedaba al lado de mi casa, dejé las frutas y las verduras en la cocina y me encerré en mi cuarto a pensar. Sí, de verdad ese episodio en la verdulería me había impactado. De acuerdo, lo que sabía por el momento era que, por lo que había visto y oído, era una persona bastante mayor, muy cascarrabias, sin buenos modales y un poco lento para atender. Era todo lo que sabía. Según mi parecer, si seguía atendiendo de esa manera el pobre señor no tardaría en quedar sin empleo.
  A partir de ese día, siempre que mi madre necesitaba algo de la verdulería, me ofrecía muy amablemente a ir por ella, aunque no recibiera los tratos adecuados y tardara una eternidad para regresar. Luego de un tiempo, era tal la responsabilidad que había adquirido, que hacía que las compras desaparecieran "mágicamente" para poder ir por más. Claro que no lo hacía todos los días para que mi madre no sospechara nada: tenía esa especie de necesidad interna, de tener que resolver algún misterio que en sí, nadie me había planteado, y de resolverlo, hacerlo por mis propios medios.
  Fui al lugar algo así como unas cuarenta y tres veces más, pero no obtuve nada de información. La única pista que consideré importante para mi investigación personal, era que todos mis vecinos aseguraban que antes de que ellos llegasen, él ya rondaba por el barrio: luego puso una verdulería, que proveía con su propia huerta, pero a fin de cuentas, nadie sabía su nombre, dónde vivía y mucho menos algún dato que me ayudara a conocer su vida. Era ese tipo de personas, que se limitaba a escuchar tu pedido con un dejo de enojo, y ciertas veces melancolía en el rostro. Preparaba tus vegetales y volvía a perderse en la oscuridad de su local, sin siquiera despedirse. Era algo lo suficientemente extraño, como para que despertara mi interés.
  Cuanto más trataba de averiguar algo de lo que le pudo haber ocurrido, lo que le estaba ocurriendo, o lo que le podría llegar a ocurrir, más se comportaba evasivamente. Se dedicaba a hacer su trabajo y nada más. Recuerdo que una tarde, luego de haber pagado y todo lo que debía hacer, intenté entablar una conversación comenzando por el tema que siempre nos salva:
-¿Qué clima, no?
-¡Ya te he atendido. Ahora vuelve a tu casa de inmediato! No tienes nada que hablar conmigo y yo no te debo explicaciones de nada, así que lárgate de una vez.
  Cabe aclarar que nunca más, en todo el tiempo que ha pasado desde aquella situación, le he vuelto a preguntar por el clima, y creo que, por ahora, no lo haré.
  Hacía ya un largo tiempo que venía intentando investigar algo más, pero todo lo que hacía era en vano.
  Volviendo al comienzo de la narración, recuerdo este hecho como si lo estuviese viviendo en este momento. Un día soleado, yo iba a hacer mis compras diarias a la verdulería, mirando el cielo ya que un antiguo avión alemán conquistaba los cielos de esa mañana. Ya a unos pasos del local, observé al anciano, que por primera vez estaba parado afuera, cómo se tapaba los oídos y cerraba los ojos, como si estuviese viviendo el último día de su vida. Podía observar en su rostro, aquella desesperación, y aunque no sabía a qué se debía aquel hecho, ya había tomado una decisión: él necesitaba ayuda, y yo se la brindaría.
  Fue así cuando me acerqué corriendo sin pensarlo dos veces y me quedé mirando al anciano hasta que el avión se perdió de vista, y fue así que comenzó a abrir poco a poco esos arrugados ojos, en los que aún se notaban rastros de dolor.
  Sin que yo dijese nada, pero como si hubiese interpretado mi mirada ansiosa y a la vez nerviosa, fue por primera vez que me dirigió la palabra correctamente:
-Soy oriundo de Polonia. Mi nombre es Vladimir Krocov, y fui un aviador que participó en la invasión alemana el primero de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, y pese a que intentamos defenderlo con todo lo que pudimos dar, no quedó nada de mi pueblo. El invasor era muchas veces más fuerte que nosotros. Quedé solo: muerto en vida, sólo respiraba e intentaba sobrevivir, sin tener que recordar mi oscuro pasado. Si tengo que admitirlo, hubiese preferido que Dios me llevase a mí también, para no tener que sufrir de esta manera. En fin, esa es mi historia. Mi triste y amarga historia. Y así se retiró sin decir una palabra más. Al fin, había podido ponerme en sus propios zapatos y comprender lo que sentía.
  Nunca más volvió a ser visto. Ni por mí, ni por nadie. En cuanto a su huerta y a su local, poco a poco fueron desapareciendo, hasta llegar al punto de que cualquiera apostaría que nunca se cultivó nada ahí.
  Tiempo después, con mi madre fuimos al cementerio con un gran ramo de flores para repartir entre todas nuestras personas queridas: familiares, amigos, etcétera. Me encontraba caminando por los pasillos del lugar, cuando en un rincón ví una antigua sepultura, que estaba rota y sucia; en ella decía:
  "Vladimir Krocov, fallecido el cuatro de septiembre de mil novecientos treinta y nueve, cumpliendo su tarea como aviador".
  Sin duda, la cosa más revolucionaria para mi alma. Yo lo había visto sufrir, él me había hablado y yo lo había escuchado, y aunque nadie me crea, había sido un veintiocho de febrero de mil novecientos cuarenta y siete.
  Quizás necesitaba que alguien lo escuchara antes de irse, y cuando lo recuerdo, resuenan sus palabras en mi mente. Me considero a mí mismo, una persona muy afortunada de haberlo conocido y aunque sea difícil de comprender, permanece siempre en mis recuerdos.

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