Desde hace ocho años soy madre
soltera, me ganaba la vida de una manera la cual ustedes sabrán si juzgar o no.
Todas las noches iba a trabajar, dejaba a mi hijo con Jessi, una amiga que
tengo desde que tengo memoria, para asegurarme de que nada le pase. Junto a un amigo que conocí hace no más de
tres años recorríamos las calles en su automóvil en busca de pequeños cuerpos
de alma inocente que caminaran por la calle sin compañía y lleven consigo
objetos de gran valor que con el pasar del tiempo se transformarían en comida y ropa para mi hijo. No hacíamos
ningún tipo de daño, sólo le quitábamos a los que más tenían para los que lo carecen y quizás así pudiesen valorar lo que tenían.
Pero mi vida cambió por completo aquella noche en el barrio de
Liniers, donde me crié. Cuando estaba por irme a trabajar un delincuente de
aproximadamente cuarenta años, con la ropa rota, la cara destruida y el
autoestima baja, me apuntó con un arma pidiéndome que le diera todo lo que
tenía, de lo contrario dispararía.
Accedí y le di todo lo que había robado la noche anterior, tres
celulares y cuatrocientos pesos que le había arrebatado a un grupo de chicos
que se encontraban jugando a la pelota.
No tenía miedo ni tampoco estaba enojada, entendía a ese
sujeto más que a nadie, me lo imaginaba con hijos y sin acceso a ningún trabajo
digno, como yo. Al poco tiempo llegó la
policía y comenzó el tiroteo; una bala por acá, otra por allá hicieron que
comience a tener miedo, sabía que ese día alguno de los que estaba allí no iba
a contar el cuento. Y así fue como aquella bala del policía impactó en el pecho
del delincuente dejándolo, a los pocos minutos, sin vida.
Desde ese día la conciencia me
venció y ya no volví a robar nunca más, no quería dejar a mi hijo sin madre,
huérfano, como seguro lo estaban los hijos de aquel hombre. Ahora me gano la vida de manera justa,
sirviéndoles a los comensales del restaurante al que alguna vez fui a comer con
el dinero de un chico que transitaba solo en la calle.
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