Paranoia
Una noche más de insomnio. Solo
una noche más, tan rutinaria y amarga como las anteriores. Reina el silencio en
mi recámara, haciendo eco a mi soledad, y el frío eterno me cala hasta los
huesos y hace temblar mi pulso. Mi único ojo sano gira sobre su órbita
escrutando las sombras de cada rincón temiendo descubrir a los demonios del
pasado acechándome. Sin embargo, todas las noches escribo. Estoy condenado a
hacerlo por el resto de mis días hasta exhalar mi último suspiro. Mientras
tanto, espero. Espero a que en algún momento de estas infinitas noches el
descanso eterno llegue a mí y me abrace con sus alas negras, para así amanecer
muerto. Y olvidar. Ese es mi mayor anhelo, pues mis recuerdos me torturan, y
los revivo cada noche en el espacio blanco del papel al igual que lo haré
ahora.
La idea tomó posesión de mi mente
esa tarde, mientras observaba detenidamente el retrato de Edgar, situado sobre
la chimenea. Al observar su postura imponente, desafiante, su expresión dura,
pero más aún sus negros y profundos ojos, tuve la certeza de que era cierto. Él
iba a matarme.
A pesar de que se pudiera percibir
cierta oscuridad en su persona, Edgar había sido siempre muy amable y
tranquilo. Sin embargo, los últimos días había estado demasiado extraño. Yo
percibía cierta falsedad en cada gesto y cada palabra, y de a poco las
sospechas cayeron sobre mí hasta la locura, haciéndome ver en su rostro,
durante tanto tiempo asociado con una amistad irreprochable, a un desconocido
con mil secretos aterradores detrás de una sonrisa fingida y casi burlona. Y
fue esa tarde cuando, sentado en un sillón cerca del fuego, llegué a la temible
conclusión de que mis suposiciones eran ciertas.
Con la llegada de la noche, la
súbita aparición de su rostro pálido a través de uno de los arcos del salón me
sacó de mis horribles reflexiones. Su seriedad era absoluta y con un gesto me
indicó que lo siguiera. Así lo hice a través de pasillos y subiendo escaleras
hasta entrar en lo que parecía un estudio. Hacía varios días que yo vivía en su
mansión, por razones que no daré a conocer, pero aún había habitaciones que no
conocía, y ésa era una de ellas. Las paredes estaban casi completamente
cubiertas por estantes con libros, y había un escritorio ubicado frente a una
única y enorme ventana. A través de ella entraba débilmente la luz de la luna,
y competía con la luz artificial de un velador situado sobre el escritorio.
Edgar me invitó a sentarme tan
cortésmente que no pude rechazar su oferta, aunque mi alma ardía inquieta
dentro de mí. Me sentía indefenso. Estaba a solas con un hombre en cuyos ojos
percibía un insondable abismo y una morbosa sed de sangre, de mí sangre.
Al salir de estos pensamientos en
los que embebido estaba, mi mirada cayó como un rayo sobre un objeto que Edgar
sostenía en su mano derecha. Era punzante, parecido a un cuchillo, y mi amigo lo sujetaba mientras volvía a dirigirme
su infame sonrisa. De pronto me sentí aturdido, cegado por una ira implacable y
abrasadora. Clavé mis ojos enrojecidos en los suyos y me abalancé sobre él.
Entonces su burlona sonrisa se convirtió en una expresión de inconmensurable
terror y sorpresa. En pocos segundos mis manos rodearon su cuello y lo
oprimieron hasta sentir el acelerado palpitar de su corazón en mis palmas. Sus
ojos, clavados en los míos, desmesuradamente abiertos, se tornaron rojos al
igual que sus mejillas pero yo seguí presionando. Pronto abrió la boca en busca
de aire, pero le fue imposible inspirar la más mínima bocanada. Sus ojos
comenzaron a desorbitarse hasta quedar totalmente blancos, y su corazón
disminuyó su ritmo. De repente su cuello dejó de palpitar bajo mis manos, que
se aflojaron al instante. Edgar se desplomó como un castillo de cartas,
mientras yo lo miraba confundido.
Los segundos que pasaban caían
pesadamente sobre mí como gotas de lluvia, y yo permanecía tan inmóvil como el
cuerpo de Edgar. Mientras tanto, las sombras nocturnas parecían apoderarse de
mi mente, y una horrible e irrefrenable idea se
mantenía latente en uno de los rincones más oscuros de mi conciencia. La
frialdad con la que realicé los actos siguientes se debió, quiero creer, a una
grave insensibilización de mis sentidos y al aturdimiento que sufría luego de
haber perpetrado un crimen tan atroz. El hecho es que tomé a Edgar por los
brazos, lo arrastré hasta la ventana y, abierta ésta, aventé su cuerpo al
abismo, en un estado de inexpresión completa. Sin embargo, el sonido del
impacto resonó en mis oídos y me devolvió la lucidez. Mis sentidos parecieron
agudizarse en una explosión sensorial y, al mirar hacia abajo no sólo vi el
retorcido cuerpo de Edgar sobre el pavimento, sino que llegué a percibir la
ausencia de su ojo derecho, que había reventado, siendo reemplazado por un
horrible agujero negro que se destacaba en el charco carmesí que rodeaba el
cuerpo. Entonces surgió de lo profundo de mi garganta un aterrador grito, y
luego todo se volvió silencio y oscuridad absoluta.
Mis recuerdos vuelven a enlazarse
con la realidad durante el funeral y el posterior entierro. Vuelvo a esos
momentos y siento que me embarga una escalofriante sensación de nerviosismo e
inquietud. Las más horrendas fantasías se presentaban en mi mente al observar
el ataúd en el que descansaba Edgar, imaginándolo absolutamente consciente,
rasguñando la tapa y con su único ojo completamente abierto intentando penetrar
la densa oscuridad interior de la caja. Un enorme alivio sentía luego, mientras
veía la tierra cayendo sobre el cajón, alejando de mí al único testigo, y
además víctima, de mi impune crimen
(las sospechas de la gente no cayeron jamás sobre mí, puesto a que la muerte de
mi amigo fue vista como un simple suicidio).
Los días pasaron y la tranquilidad
comenzó a cubrirme lentamente. Continué viviendo en la casa de Edgar y nadie
pareció oponerse. Jamás me atreví a violar el cuarto cuyas paredes lo habían
visto todo, aunque no pude evitar que por las noches los murmullos de los muros
perturbaran mi sueño hasta que despuntaba el alba. A esto se debió que, luego
de un tiempo, comenzara a volverme taciturno. Mi piel palideció poco a poco, y
crecieron bajo mis ojos unas oscuras sombras. Un enorme terror me oprimía el
alma al ver en el espejo a una figura parecida a la mismísima muerte.
Una noche, falto de sueño, comencé
a deambular por la casa. Como un alma en pena atravesé pasillos y subí
escaleras hasta dar con la puerta del estudio, escenario del despreciable
crimen. En cuanto entré, una helada brisa azotó mi rostro, pues la ventana aún
estaba abierta. Avancé despacio hasta que sentí un dolor agudo en la planta del
pie izquierdo. Me agaché y un escalofrío recorrió mi espalda al ver el objeto
que Edgar sujetaba aquella noche. Brillaba con un color plateado apagado y el
rojo de mi propia sangre a la luz de la luna. No era más que un antiguo
abrecartas. Lo levanté del suelo y me dispuse a ponerlo sobre el escritorio,
pero entonces reparé en un sobre ubicado junto al velador ahora apagado. Tenía
escrito mi nombre en una caligrafía que me pareció familiar. Lo abrí
distraídamente con el abrecartas, manchando el papel con mi sangre, y saqué de
él una hoja escrita con tinta negra. Comencé a leerla: “Mi querido amigo, debes
saber que…” Pero mi vista empezó a nublarse. Parpadeé varias veces pero fue en
vano. No fue hasta que me refregué los ojos con la mano que mi vista se aclaró,
aunque desearía que no lo hubiera hecho. La carta había sufrido una horrible
transformación, la tinta negra se había corrido y tornado color sangre, y el
mensaje era ahora una simple pero macabra frase en una caligrafía oscilante y
aguda: “Tú me mataste, ahora sufrirás.” El horror más intenso inundó todos los
recovecos de mi alma ante la certeza de que era el mismísimo Edgar quien había
escrito ese mensaje, volviendo desde el otro lado de la muerte para hacerme
pagar por mi crimen. No. Era imposible. Edgar estaba enterrado varios metros
bajo tierra en un cajón con la tapa clavada. Sin embargo, la idea era tan
formidable que no tuve más opción que cerciorarme si era o no cierta.
La luna llena arrojaba su blanca
luz sobre mí, dibujando una distorsionada sombra en el camino que me llevaba al
cementerio. Llevaba en mi mano una pala, y había decidido caminar para no
perturbar el silencio de la noche. Los árboles que bordeaban el sendero
parecían susurrar palabras ininteligibles mientras intentaban vanamente
alcanzarme con sus retorcidas ramas. De vez en cuando miraba hacia atrás ante
la súbita sensación de que alguien me seguía, y el nerviosismo se iba
apoderando lentamente de mi corazón, acelerando su ritmo.
Al divisar las oxidadas rejas de
entrada al cementerio, me detuve en seco. Había oído un claro crujir de ramas
tras de mí y la adrenalina comenzaba a fluir por todo mi cuerpo. Giré
súbitamente y vi que mi perseguidor no era más que un enorme cuervo, que
entonces estaba posado en la rama de un árbol. Mi corazón se calmó y me dispuse
a entrar al cementerio. Primero lancé la pala hacia adentro y luego comencé a
trepar el muro. Cuando llegué a la cima y miré hacia abajo vi al cuervo posado
junto a la pala con sus ojos fijos en mí, como si me invitara a continuar. Ese
animal comenzaba a provocarme una profunda sensación de repulsión. Sin embargo,
no creí conveniente permanecer mucho más tiempo trepado al muro, así que
descendí hacia el interior del cementerio.
La lúgubre atmósfera que creaban
las lápidas en contraste con las sombras nocturnas me provocó escalofríos, por
lo que tomé la pala y comencé la búsqueda de la tumba de Edgar. No reparé en el
detalle de que el cuervo ya no estaba allí.
Debí leer varias lápidas antes de
dar con la que buscaba. La luz de la luna no conseguía penetrar el follaje de
los árboles del cementerio y la penumbra parecía volverse más densa a cada
segundo. Sin embargo, el árbol más cercano a la tumba de Edgar estaba desnudo,
tal vez seco, y en una de sus ramas estaba el cuervo, extendiendo su sombra
sobre la sepultura. Tomé la pala con firmeza y la enterré en la tierra removida
de la tumba, comenzando así una larga tarea.
Durante horas cavé sin descanso, y
el cuervo no me quitó los ojos de encima por un momento. Cuando ya había hecho
un pozo de unos dos metros la pala topó con una superficie dura, y mi corazón
pareció congelarse junto con mi respiración. Corrí suavemente la tierra y
descubrí la tapa del ataúd. Entonces hice silencio, y todas las criaturas de la
noche parecieron hacer lo mismo. La quietud era absoluta y, por lo tanto,
comenzó a llegar a mis oídos un leve y apagado sonido. Miré hacia el cajón y me
agaché, el ruido pareció aumentar su volumen. Edgar estaba vivo. Estaba
rasguñando la madera tratando de salir, y no podía gritar porque su mandíbula
estaba atada como la de los muertos. Bajo mis pies aún desnudos pude sentir los
golpes de los puños de Edgar contra la madera, e incluso llegué a oír los
acelerados latidos de su corazón. La desesperación se apoderó de mí, y me
dispuse precipitadamente a hacer palanca con la pala para arrancar la tapa del
ataúd. En segundos los clavos cedieron y la tapa se abrió bruscamente. Entonces
debí cubrirme la boca con ambas manos para no gritar. Allí estaba Edgar, o lo
que quedaba de él, pues la descomposición había avanzado sobre su cuerpo hasta
dejar visibles algunos de sus huesos, y lo que había permanecido inalterado era
su único ojo negro como las alas de la muerte, o como los ojos del cuervo que
ahora me observaba cínicamente complacido con mi horror.
Una amarga lágrima comenzó a rodar
por mi mejilla al descubrirme esperanzado de que Edgar realmente estuviera
vivo. Se deslizó lentamente hasta mi barbilla y cayó exactamente sobre el
agujero negro que estaba en el lugar del ojo derecho de Edgar. De pronto una
mano esquelética me tomó por el tobillo y el hasta entonces inerte cadáver se
incorporó con su ojo clavado en mí. Entonces trepó por mi cuerpo hasta
conseguir pararse y cuando me soltó caí de espaldas, para luego empezar a
arrastrarme hacia atrás. ¡Necesitaba alejarme de esa monstruosidad, de ese ente
venido del mismísimo infierno para cobrarme mi crimen! Pero Edgar comenzó a
avanzar hacia mí, y extendió su huesudo dedo índice como acusándome por las
horribles penurias que seguramente lo
torturaban en el mundo infernal. De pronto se desvaneció en una bandada de
cuervos que se precipitaron hacia mí, rasguñándome y clavándome sus picos.
Entonces pude reconocer al imponente cuervo que me había seguido hasta allí. Y
en sus ojos pude ver la satisfacción que le causaba mi sufrimiento, pero más
aún la idea de lo que estaba a punto de hacer. Se posó sobre mi pecho y acercó
lentamente su asqueroso pico a mi ojo derecho. Cuando estuvo a unos
centímetros, lo hundió en mi cráneo y arrancó mi ojo de un tirón. Y el silencio
de la noche fue perturbado por mis gritos hasta que apareció el sol en el
horizonte, marcando el comienzo de mi castigo.
Ahora, habiendo cumplido mi condena por una noche
más, y con lágrimas rodando por mi mejilla izquierda, puedo sentir las frías
caricias de la muerte en mi rostro. Aunque lentamente me siento desfallecer,
deseo dedicar mis últimos momentos de lucidez a escribir con mi propia sangre
estas palabras: Edgar, lo siento.
Alumna de 5º año de Escuela de
Educación Secundaria Nº 3 “Carmelo Sánchez”
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