El milagro
Ya corrían 46 segundos y el tiempo
se consumía más rápido que nunca. Pero yo realmente no sabía si iban 15 o 120,
el cansancio no me dejaba ni pensar, ya había perdido noción del tiempo. Me
acerqué a la media luna del área, apoyé mis manos sobre mis rodillas y respiré
agitadamente. Después, miré alrededor,
ahí estaban, mis amigos, esos compañeros del alma que me habían acompañado en
el mismo sacrificio que ahora me pasaba factura. Sus caras también mostraban
cansancio, pero siempre con esas miradas, que me decían, que lo íbamos a ganar.
No sabía cómo, no sabía por qué, nunca fuimos habilidosos ni físicamente
superiores, ni teníamos ninguna ventaja deportiva que nos hiciera acreedores de
esa convicción. Pero son esos días que nada puede salir mal y uno simplemente
sabe, sabe que lo va a lograr contra todo pronóstico.
Nacho me miró, lo miré y me hizo una seña como diciéndome: “Lo tiro yo”,
a lo cual asentí .Con el viento en contra y el cansancio acumulados de todos,
me pareció ideal, el todavía tenía un resto.
Me erguí, Nacho acomodó la pelota en el
triángulo pintado con cal, al lado del banderín de corner. Después de tanto
amagar el cielo rompió a llover, lo cual agradecí enormemente, por lo
pesado que estaba el día, y porque no hay nada más hermoso que jugar al fútbol
bajo la lluvia.
Al lado mío estaba Lucio, que seguramente iría a buscar el cabezazo al
área, y un poco más atrás Julián, ése que podríamos llamar nuestro jugador
“habilidoso”, rápido y con una derecha prodigiosa, pero ojo, también solidario
en el juego y una gran persona. Esperaba el rebote en las puertas del área.
Amigos, eso éramos, amigos nada más, siempre habíamos tenido
las de perder, y muchas veces así resultaba finalmente, pero no hay nada más
lindo que jugar con tus amigos al deporte de tus amores, bueno quizás jugar en
la lluvia.
El árbitro hizo sonar el silbato y con un esfuerzo enorme Nacho
mandó la pelota al área. El centro se cerró un poco y fui al encuentro de la
pelota desenfrenadamente; cuando estuvo
a poco más de medio metro salté lo más
alto que pude, llegué a sentir el
viento que con ella traía, pero justo en ese momento el 2 de ellos me anticipó
y logró rechazar. Caí, mi corazón se sintió destrozado por un segundo, no podía
explicar cómo habíamos aguantado ese partido sin que nos metieran un gol.
Nuestros contrincantes jugaban como los
dioses, y ahora dejaba pasar esta oportunidad celestial de ganar el partido.
No, no podía ser, simplemente no podía ser, la mayor de las injusticias, pensé.
Pero, paré, me levanté, miré
atrás, estaba Fede , aunque yo ni siquiera me había percatado de su presencia,
esperando la pelota rechazada por su defensor. Nunca fue un tipo de hacer goles
y distaba mucho de ser habilidoso, pero sabe Dios por qué se encontraba en ese
momento tan crucial e importante, en ese lugar, con la oportunidad de cambiar el curso de las cosas. La pelota se
acercó a él casi en cámara lenta. Se acomodó, para tomarla bien de derecha. La
empalmó con la totalidad del pie, con lo que se dice el “empeine” y
majestuosamente salió disparada en dirección al arco rival, y en lo que me
parecieron siglos, la misma viajó a través de los jugadores que se encontraban
en el área, elevándose a cada paso, surcando el viento sin que nada la inmute.
Esbocé una sonrisa. La pelota, esa hermosa circunferencia perfecta que causa
alegrías con sólo tenerla entre los pies, se colocó en el segundo palo del
arquero, impactó el palo con fiereza descomunal y por último infló la red del
arco. Esta será una de las imágenes más
hermosas que me llevo de esta vida. Corrimos a abrazarlo, decir que a algunos
se les caían las lagrimas era poco, casi todos llorábamos. Lo levantamos entre
todos. Dios existe pensé, y mientras la lluvia me hacía más y más pesada la
ropa y me empapaba la cara grité: ¡Dios existe! Porque cosas tan maravillosas e
improbables sólo pueden ser calificadas como un milagro.
alumno de 4º año de Escuela de Educación Secundaria Nº 3 “Carmelo
Sánchez”
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