Un grito de
silencio
Por Josefina Velázquez
Alumna de 3º año de la E.S.Agraría Nº
1
Lo que me
está pasando, creo que les pasa a todos los que están en este lugar, los que
viven acá conmigo, en el asilo de ancianos.
No niego
que es cómodo, pero no es lo mismo que mi hogar y nunca lo será.
¿Cómo
terminé acá?
Bueno, todo
empezó cuando cumplí los ochenta años, mi esposa ,a la que amaba con toda mi
alma a pesar de tantos años, había fallecido hacía ya un año. Diecinueve de
agosto, la fecha de su muerte. Ese mismo día después de un año, tristemente
sentado a la orilla de la cama, esa cama en la que ella dormía junto a mí,
lloraba solo, mientras pensaba que no existiría jamás una mujer como ella, tan
buena, dulce, honesta.
En medio de
mi llanto, escuché en la cocina las voces de mis hijos, los más preciado que
tenía, Tomás y Sara, ellos ya tenía sus familias bien conformadas, según ellos
son “familias modelos”. Me paré y salí para la cocina, sin que me vieran, me
asomé para escuchar lo que hablaban, decían:
“El viejo no puede vivir más solo ya está grande, conmigo no
lo puedo llevar, sería una molestia.
Sara, yo tampoco lo puedo llevar conmigo, también me molestaría.
Encima quiere llamar la atención todo el tiempo.
Bueno, no nos queda otra que llevarlo al asilo, porque plata
para el geriátrico, no voy a poner.
Dale, hacemos eso, mañana voy a pedir un lugar y el viernes
a más tardar lo llevamos”.
En ese momento se me cayó una lágrima. Fui rápido nuevamente
a mi cuarto, me encerré y me puse a pensar.¿Cómo podían hacerme esto mis
propios hijos? A los que les di todo lo que pude, todo de mí.¿Cómo podían decir
que yo era una molestia? Si los cuidé toda la vida, los protegí en todo
momento.¿Cómo podían decir que yo quería llamar la atención? ¡Qué mal que me
sentía!
Ya era tarde, así que me tragué las lágrimas y me acosté a
dormir.
A la mañana siguiente llegó Tomás a casa, me preparó el
desayuno y me lo llevó a la cama. Tuvimos una conversación fuerte, digamos:
- No quiero comer nada.
- Dale viejo, tenés que comer.
- ¿Qué, me querés cuidar ahora?
- Siempre quiero cuidarte y trato de hacerlo.
- ¡No mientas Tomás! te escuché hablando con Sara anoche y
está bien, esta tarde me preparo el bolso así me llevan mañana.
- ¡Pero papá, no te enojes!
- No me enojo hijo, lo acepto, sin poder creerlo todavía.
Dicen que todo lo que no decís, algún día gritará por vos,
mientras tanto, hay que conservar el silencio.
Necesitaba estar sólo y hablarle un poco a María, que yo sé
que hasta el día de hoy ella me escucha.
Llegó el día, ya era viernes. Me levanté, me vestí, ya me
había armado el bolso y sentado por última vez en nuestra cama lloré.
Llegaron mis hijos a buscarme, me llevaron al único asilo
que había en la ciudad. Cuando entré, los demás viejitos me miraban sonrientes,
como si estuvieran felices. Las enfermeras me llevaron a mi habitación la cual
comparto con una gran persona. No alcancé a recorrer todo el asilo para
conocerlo, que ellos, mis hijos, se despidieron y se marcharon. Creo que
estuvieron solamente treinta minutos conmigo, acompañándome.
Así fue todo, me fui acostumbrando a este lugar, como dije
antes, no es lo mejor, pero por lo menos acá me siento contenido, recibo
cuidados, cariño, no me quejo.
Sigo esperando cada día de mi vida a mi familia, aunque me
hayan hecho esto, no me importa, solo quiero verlos y saber que están bien. Ya
hace un año que estoy acá y desde esa vez que me dejaron, nunca más volvieron,
ni mis nietos. Ya nadie se acuerda de mí.
Cito una parte de una canción de un grande, que es lo que
estoy sintiendo en este momento: “Pero aquí estoy, tan solo en la vida, que
mejor me voy”, Pappo.
Mientras miro por la ventana de este día lluvioso en el que
me descargo escribiendo lo que he pasado, mi sufrimiento, en un grito de
silencio digo, ¡Te extraño María!
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