El secreto de
sus manos
Ana Soto,
alumna de CENS 451
A aquella mujer, con
sus “ojitos llenitos de ayer” como canta Diego Torres, se le iluminaba la cara
al mirar a sus hijos, orgullosa de verlos convertidos en personas de bien y
trabajo.
En sus manos
quebrajadas por el frio, la resequedad del trabajo, las arrugas y las
cicatrices veía el paso de su vida, solo con mirarlas sus recuerdos llenaban
sus horas…
Cada una de sus cicatrices marcaban un nuevo
recuerdo… Como aquella tan pequeñita en el dedo pulgar, que la trasladaba a su
niñez. A aquella vez, cuando iban a la escuela en bicicleta con sus hermanas,
de pronto cayó sobre un gran juncal y un cardo la hirió. No podían volver, ya
que su casa quedaba muy lejos. Llegar a la escuela era su mejor opción, al
arribar allí y ver la sonrisa de su maestra con sus brazos extendidos, fue más
que satisfactorio para su corazón, pues el dolor se desvaneció, eso era lo
mejor del día, la mejor alegría.
También estaba la de
la palma de la mano, aun yacía allí, desde aquellas frías mañanas de invierno
en las carneadas, en donde se clavó un pequeño cuchillo cortando la carne.
Todavía resonaban en sus oídos el grito agudo de aquel animal al ser
sacrificado. No era lo más lindo, pero a la hora de degustar, eso sí que era
lindo. Además, le parecía que aún tomaba aquellas sartenes ahumadas y tiznadas
por tantos fuegos de carneadas pasadas, en aquellos fogones grandes llenos de
leños secos en un costado para que no se apagara, y al final del día era un
placer ver, las cañas llenas de roscas de chorizos colgadas por todo el lugar,
esperando que se secaran para poder
consumirlo. Sin olvidar la corrida de la abuela con la olla juntando la sangre
para la morcilla. Si parecía ayer cuando las palabras de su padre resoplaban en
su mente perdida en sus recuerdos, diciendo: “todos ayudamos, porque todos
comemos”.
Viendo en su muñeca, aquella gastada pulsera,
se transportaba a su juventud, a aquellos bailes de campo, donde debían ir
acompañados con sus padres, iban una vez por mes, allí conoció a ese muchacho,
con solo mirarlo sintió que era el gran amor de su vida, aunque su fama no era
tan buena, tuvo que probarles a sus padres que era merecedor de su hija, siendo
bueno y trabajador.
Rápidamente su mirada se depositó en su anillo
y una lágrima se desprendió simultáneamente con ella. En su mente se instaló el
momento de su casamiento- La felicidad de sus primeros cinco años, se vieron
interrumpidas por el egoísmo que invadió al ser amado, el vicio al alcohol, lo
fueron transformando. Así, comenzaron los años de hambre y miseria, donde
viviendo en una pequeña casilla, el viento helado golpeaba con fuerza aquellas
viejas chapas. Una noche, al verlo llegar, se detuvo en sus ojos cansados,
reconoció algo de su ser amado, aun lo seguía amando. No rindiéndose lo ayudó a
conseguir trabajo, así pudieron salir de esta tempestad, y el amor verdadero
volver a reconquistar. Porque ella sabía que a pesar de ese egoísmo que
atrapaba a aquel hombre, estaba allí, el dulce y tierno muchacho del que ella
se había enamorado, porque solo al tomarlo de las manos y mirar sus ojos, su
amor era tan latente como aquel primer día.
La mujer estaba tan metida en sus
pensamientos, cuando escucha de pronto una dulce y chillona voz, que la hizo
volver a la realidad, era su nieto, diciendo: “abuelita ven, dale que vamos a
cenar”… Otra vez la sonrisa se le dibujó en su rostro, sus ojos se volvieron a
llenar de luz, las manos pequeñas de su nieto entrelazadas con sus mano
cansadas estaban transportándola hacia y esa felicidad, que a esta mujer le
brindaba un día más.
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