domingo, 9 de noviembre de 2014

CONTATE UN CUENTO VII - Ganador Categoría D “PALABRA SANTA O UN PUNTO FUERA DE LA RECTA” Por Ernesto Daniel Bollini – Ciudad Autónoma de Buenos Aires

    Érase una honesta escuela pública de provincia, con sus paredes blanqueadas a la cal y sus animadas reuniones de cooperadora, con sus masivos y rutinarios actos escolares y la orgullosa bandera blanquiceleste flameando ante sus puertas. En esta sacrosanta institución reinaba en democracia la señora Directora, Elsa Irene Rouquié de Saldívar. Mujer cuarentona, cuyos rasgos severos acentuaban el peinado tirante con rodete, el resonante andar  en sus tacos altos y el traje sastre siempre impecable, la Señora Elsa, como la llamaban untuosamente todos, había sabido generar el respeto necesario como para que sus órdenes fueran palabra santa, sin levantar nunca la voz, sin ofuscarse, sin enrojecerse un ápice su armonioso rostro de maquillaje perpetuo. Los niños se cuadraban religiosamente cuando la veían pasar, procurando no olvidar el saludo de rigor, exagerando en su entusiasmo para que fuera percibido: “¡Buenos días, señora Elsa!”. Ella respondía siempre con un calmo: “Buenos días, alumno.” Eran famosas las filípicas que la señora Directora dedicaba a aquellos que fingían no haberla visto para ahorrarse el saludo, por timidez, miedo, o una combinación de ambos. Podía reconocerse fácilmente a las víctimas de tales sermones porque eran los primeros en gritarle el “¡Buenos días!”, y los que más horadaban el aire con sus voces asustadas al hacerlo.
Todos coincidían, por lo bajo, en que el secreto de su don de mando era la mirada penetrante, de sus ojos negros, profundos, muy bien delineados, que dejaban mudo de pavor a quien la recibía, como un animalito subyugado por el silbido de la serpiente que lo devorará. “Lo miro, nada más”, solía ser la frase lapidaria que acompañaba a los ojos clavados en el niño rebelde, que empujaba a otro en la fila, que hablaba de más con sus compañeros, o que simplemente demostraba dejadez en los estudios.
            Los docentes le temían también. Solía irrumpir en la sala de maestros para increpar con la mirada a quienes portaran guardapolvos sucios o desabotonados, sentarse majestuosamente a tomar un té, que todos se apresuraban a servirle, y mordisquear apenas, con gesto de desagrado, tomándolo con dos dedos, un bizcocho o una vainilla. Pero lo que detectaba y castigaba con mayor fanatismo la señora Elsa era la pronunciación de malas palabras. Cuentan que había llegado a expulsar a un par de alumnos que había sorprendido en un recreo intercambiándose gruesos epítetos, y también que un docente de Ciencias Naturales, por cometer idéntico pecado, había sido trasladado, por su intercesión, a una alejada escuela de otra provincia.
La señora Elsa  Irene Rouquié de Saldívar tenía, por supuesto, una familia modelo: Su marido, el señor Pedro Saldívar, connotado Inspector Escolar, inflexible funcionario y tímido esposo, su hijo menor, Daniel, de irresponsables tres años de edad, y Esther, primogénita y alumna sobresaliente del mismo establecimiento en el que la señora Elsa ejercía sus labores. Por supuesto que nadie se atrevía a objetar la aparente incompatibilidad entre sus funciones de madre y Directora. Más aún, la severidad de la señora Elsa se acentuaba cuando debía evaluar a su propia hija. Esther ,era previsible, se destacaba como la alumna más brillante de cuarto grado, y acaso de todo el colegio. Sus compañeros la adoraban por su bondad ejemplar y su dedicación al estudio, excepción hecha de Alejandra Larrañaga, que consideraba a la niña su sombra negra. Alejandra obtenía nueves cuando Esther sacaba diez, y sospechaba injustamente que la señora Directora influía en la desleal competencia. Para vengarse, acostumbraba tirarle del pelo, colocarle chinches en el banco y otras maldades semejantes, sabedora de que jamás sería denunciada por la correctísima niña, que a lo sumo le dedicaba a cambio una sonrisa de comprensión, lo que ponía más furiosa aún a su contendora. La señora Directora solía etiquetar a su propia familia valiéndose de una norma geométrica, que le recordaba sus comienzos como profesora de matemática: “Dos puntos siempre son unidos por una recta y sólo una. Y nuestros puntos son tres.” Cabe aclarar que tal definición había sido acuñada antes del nacimiento de Danielito. Podríamos afirmar que el niño era, sin lugar a dudas, el punto fuera de la recta.
Extrovertido y feliz, solía hablar a voz en cuello y emitir risotadas que sus padres censuraban con  miradas duras de desaprobación. Sin embargo, Esther tenía debilidad por su hermanito, a quien consentía y cuidaba con admirable vocación. Por lo demás, se trataba de un grupo sólidamente unido, vaya uno a saber por qué fuerzas.
Pero podríamos decir, sin temor a la exageración o a la injusticia, que la señora Elsa tenía dos caras, como tanta gente. En efecto, no bien trasponía el umbral que le permitía entrar a su casa, se transformaba. Perdía el control y la serenidad cuando encontraba los juguetes del niño desparramados por el piso, o la comida sin preparar, o cuando su marido faltaba a la mesa del almuerzo o la cena. En tales circunstancias acostumbraba sembrar de puteadas a todo ser viviente que se le aproximara. La muchacha que hacía la limpieza y trabajaba en la cocina solía ser la primera víctima de esos efluvios de furia. “¡Mierda, hacés todo mal!”, era su reproche preferido. El señor Pedro Saldívar  entonces susurraba a sus hijos: “Hay que entenderla. Su trabajo es muy desgastante” Esther no respondía y Danielito se tapaba la boca para disimular las habituales y estrepitosas carcajadas.
Corría el mes de diciembre; se aproximaba el Acto de Fin de Curso y, como todos los años, la señora Elsa Irene Rouquié de Saldívar era la encargada de organizarlo, lo que aumentaba la frecuencia y la violencia de sus erupciones de rabia. Con nerviosos movimientos caminaba por la casa preparando discursos, escribiendo guiones de modestas obritas de teatro, enrollando diplomas, revisando grabaciones musicales, ayudada forzosamente por el sufrido esposo y la atribulada niña. La clásica admonición (“¡Mierda, hacés todo mal!”) se repartía entonces parejamente entre todos los habitantes del hogar, que agachaban la cabeza y asentían en silencio o, en el caso del niño, huían para esquivar el inminente coscorrón.
Llegado el día del acto, sin embargo, todo había quedado en orden. Sin lugar a ninguna discusión, Esther había sido ungida abanderada y se la vio ingresar al patio luciendo, orgullosa y seria, el estandarte ceremonial, que colocó en la soga del mástil con estudiados movimientos para aprestarse luego a izarla. Los cerrados aplausos precedieron el ascenso al púlpito de la señora Directora, que comenzó su largo y extenuante discurso. Los alumnos procuraban no perderse palabra, menos por interés que por el temor reverencial que aquella autoridad les provocaba. Los docentes escuchaban también, respetuosos, y los padres arrastraban imperceptiblemente los pies para quedar ubicados frente a sus hijos, porque enseguida comenzaron las actuaciones, pletóricas de rígidos ademanes y emocionadas despedidas hasta el año siguiente. Números musicales que incluían zambas y chacareras, lectura de poemas alusivos, discursos y más discursos de otros docentes, transcurrieron sin mácula, supervisados por la mirada altiva y complaciente de la señora Elsa Irene Rouquié de Saldívar.
Como colofón del acto, la emocionada Esther comenzó a bajar la bandera Argentina. En ese momento, ocurrieron varias cosas que ameritan ser relatadas en orden cronológico, cual si hubiera durado una eternidad, aunque pasaron con la velocidad de un rayo frente a la comunidad educativa reunida a la sazón. Un nudo en la soga o algo parecido provocó que la bandera se trabara a mitad de su glorioso camino descendente. Los disimulados esfuerzos de Esther y de los escoltas por superar el inconveniente fueron vanos. La señora Elsa Irene Rouquié de Saldívar comenzó a impacientarse, aunque nadie que no perteneciera a su familia, concurrente en pleno a la ceremonia, notó la diferencia bajo el perfecto maquillaje y el rostro impertérrito. Entonces, Danielito, en medio del silencio mortal del patio,  lanzó el remanido epíteto, seguido de una carcajada: “¡Mierda, hacés todo mal!”
Los concurrentes, azorados, pensaron las siguientes preguntas, en ávida catarata: “¿Eso le enseñan en la casa?”; “¿Así habla el hijo de nuestra ejemplar Directora?”; “¿Cómo reaccionará la señora Elsa frente a semejante desplante?”; y así siguiendo.
Las piernas de la mujer comenzaron a aflojarse. Su fría cabeza se esforzaba por encontrar salidas elegantes, instantáneas, a la embarazosa situación, pero evidentemente no las hallaba. Había que hacer algo... Esther se hizo cargo de la situación. Sin perder la calma soltó la soga y se encaminó al púlpito donde su inmóvil madre sostenía el micrófono.
Yo soy culpable de la situación- explicó a toda la comunidad educativa.- Suelo insultar así a mi hermano cuando estamos solos.
Me sorprenden sus dichos, señorita- respondió rápidamente la señora Directora, retomando el control de la situación con una voz metálica que a Esther le resultó más helada que nunca- De todos modos, lo justo es justo- Carraspeó ligeramente y elevó la voz- Una abanderada debe ser ejemplo tanto dentro como fuera del ámbito escolar, y evidentemente usted no lo es. Señorita Alejandra Larrañaga, dé un paso al frente, por favor.
La sorprendida alumna obedeció al ser aludida.
Señorita Larrañaga- siguió diciendo la señora Directora- Reemplace en su puesto a la señorita Esther Saldívar. Señorita Saldívar, abandone el puesto de abanderada, que sin duda no merece, y reintégrese a la fila. Doy por concluido el acto. Felices vacaciones para todos.

Esther, sintiendo el rostro enrojecido y los ojos mojados, pasó con la cabeza gacha frente a  Alejandra, que lucía una sonrisa ancha y espléndida. Luego, con paso majestuoso, la señora Elsa Irene Rouquié de Saldívar hizo abandono del púlpito, seguida de una salva de admirados aplausos, mientras los alumnos se dispersaban en perfecto orden.

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