Érase una honesta
escuela pública de provincia, con sus paredes blanqueadas a la cal y sus
animadas reuniones de cooperadora, con sus masivos y rutinarios actos escolares
y la orgullosa bandera blanquiceleste flameando ante sus puertas. En esta
sacrosanta institución reinaba en democracia la señora Directora, Elsa Irene
Rouquié de Saldívar. Mujer cuarentona, cuyos rasgos severos acentuaban el
peinado tirante con rodete, el resonante andar
en sus tacos altos y el traje sastre siempre impecable, la Señora Elsa,
como la llamaban untuosamente todos, había sabido generar el respeto necesario
como para que sus órdenes fueran palabra santa, sin levantar nunca la voz, sin
ofuscarse, sin enrojecerse un ápice su armonioso rostro de maquillaje perpetuo.
Los niños se cuadraban religiosamente cuando la veían pasar, procurando no
olvidar el saludo de rigor, exagerando en su entusiasmo para que fuera
percibido: “¡Buenos días, señora Elsa!”. Ella respondía siempre con un calmo:
“Buenos días, alumno.” Eran famosas las filípicas que la señora Directora
dedicaba a aquellos que fingían no haberla visto para ahorrarse el saludo, por
timidez, miedo, o una combinación de ambos. Podía reconocerse fácilmente a las
víctimas de tales sermones porque eran los primeros en gritarle el “¡Buenos
días!”, y los que más horadaban el aire con sus voces asustadas al hacerlo.
Todos coincidían, por lo bajo, en
que el secreto de su don de mando era la mirada penetrante, de sus ojos negros,
profundos, muy bien delineados, que dejaban mudo de pavor a quien la recibía,
como un animalito subyugado por el silbido de la serpiente que lo devorará. “Lo
miro, nada más”, solía ser la frase lapidaria que acompañaba a los ojos
clavados en el niño rebelde, que empujaba a otro en la fila, que hablaba de más
con sus compañeros, o que simplemente demostraba dejadez en los estudios.
Los docentes le temían también. Solía
irrumpir en la sala de maestros para increpar con la mirada a quienes portaran
guardapolvos sucios o desabotonados, sentarse majestuosamente a tomar un té,
que todos se apresuraban a servirle, y mordisquear apenas, con gesto de
desagrado, tomándolo con dos dedos, un bizcocho o una vainilla. Pero lo que
detectaba y castigaba con mayor fanatismo la señora Elsa era la pronunciación
de malas palabras. Cuentan que había llegado a expulsar a un par de alumnos que
había sorprendido en un recreo intercambiándose gruesos epítetos, y también que
un docente de Ciencias Naturales, por cometer idéntico pecado, había sido
trasladado, por su intercesión, a una alejada escuela de otra provincia.
La señora Elsa Irene Rouquié de Saldívar tenía, por
supuesto, una familia modelo: Su marido, el señor Pedro Saldívar, connotado
Inspector Escolar, inflexible funcionario y tímido esposo, su hijo menor,
Daniel, de irresponsables tres años de edad, y Esther, primogénita y alumna
sobresaliente del mismo establecimiento en el que la señora Elsa ejercía sus labores.
Por supuesto que nadie se atrevía a objetar la aparente incompatibilidad entre
sus funciones de madre y Directora. Más aún, la severidad de la señora Elsa se
acentuaba cuando debía evaluar a su propia hija. Esther ,era previsible, se
destacaba como la alumna más brillante de cuarto grado, y acaso de todo el
colegio. Sus compañeros la adoraban por su bondad ejemplar y su dedicación al
estudio, excepción hecha de Alejandra Larrañaga, que consideraba a la niña su
sombra negra. Alejandra obtenía nueves cuando Esther sacaba diez, y sospechaba
injustamente que la señora Directora influía en la desleal competencia. Para
vengarse, acostumbraba tirarle del pelo, colocarle chinches en el banco y otras
maldades semejantes, sabedora de que jamás sería denunciada por la correctísima
niña, que a lo sumo le dedicaba a cambio una sonrisa de comprensión, lo que
ponía más furiosa aún a su contendora. La señora Directora solía etiquetar a su
propia familia valiéndose de una norma geométrica, que le recordaba sus comienzos
como profesora de matemática: “Dos puntos siempre son unidos por una recta y
sólo una. Y nuestros puntos son tres.” Cabe aclarar que tal definición había
sido acuñada antes del nacimiento de Danielito. Podríamos afirmar que el niño
era, sin lugar a dudas, el punto fuera de la recta.
Extrovertido y feliz, solía
hablar a voz en cuello y emitir risotadas que sus padres censuraban con miradas duras de desaprobación. Sin embargo,
Esther tenía debilidad por su hermanito, a quien consentía y cuidaba con
admirable vocación. Por lo demás, se trataba de un grupo sólidamente unido,
vaya uno a saber por qué fuerzas.
Pero podríamos decir, sin temor a
la exageración o a la injusticia, que la señora Elsa tenía dos caras, como
tanta gente. En efecto, no bien trasponía el umbral que le permitía entrar a su
casa, se transformaba. Perdía el control y la serenidad cuando encontraba los
juguetes del niño desparramados por el piso, o la comida sin preparar, o cuando
su marido faltaba a la mesa del almuerzo o la cena. En tales circunstancias
acostumbraba sembrar de puteadas a todo ser viviente que se le aproximara. La
muchacha que hacía la limpieza y trabajaba en la cocina solía ser la primera
víctima de esos efluvios de furia. “¡Mierda, hacés todo mal!”, era su reproche
preferido. El señor Pedro Saldívar
entonces susurraba a sus hijos: “Hay que entenderla. Su trabajo es muy
desgastante” Esther no respondía y Danielito se tapaba la boca para disimular
las habituales y estrepitosas carcajadas.
Corría el mes de diciembre; se
aproximaba el Acto de Fin de Curso y, como todos los años, la señora Elsa Irene
Rouquié de Saldívar era la encargada de organizarlo, lo que aumentaba la
frecuencia y la violencia de sus erupciones de rabia. Con nerviosos movimientos
caminaba por la casa preparando discursos, escribiendo guiones de modestas
obritas de teatro, enrollando diplomas, revisando grabaciones musicales,
ayudada forzosamente por el sufrido esposo y la atribulada niña. La clásica
admonición (“¡Mierda, hacés todo mal!”) se repartía entonces parejamente entre
todos los habitantes del hogar, que agachaban la cabeza y asentían en silencio
o, en el caso del niño, huían para esquivar el inminente coscorrón.
Llegado el día del acto, sin embargo, todo había quedado en
orden. Sin lugar a ninguna discusión, Esther había sido ungida abanderada y se
la vio ingresar al patio luciendo, orgullosa y seria, el estandarte ceremonial,
que colocó en la soga del mástil con estudiados movimientos para aprestarse
luego a izarla. Los cerrados aplausos precedieron el ascenso al púlpito de la
señora Directora, que comenzó su largo y extenuante discurso. Los alumnos
procuraban no perderse palabra, menos por interés que por el temor reverencial
que aquella autoridad les provocaba. Los docentes escuchaban también, respetuosos,
y los padres arrastraban imperceptiblemente los pies para quedar ubicados
frente a sus hijos, porque enseguida comenzaron las actuaciones, pletóricas de
rígidos ademanes y emocionadas despedidas hasta el año siguiente. Números
musicales que incluían zambas y chacareras, lectura de poemas alusivos,
discursos y más discursos de otros docentes, transcurrieron sin mácula,
supervisados por la mirada altiva y complaciente de la señora Elsa Irene
Rouquié de Saldívar.
Como colofón del acto, la
emocionada Esther comenzó a bajar la bandera Argentina. En ese momento,
ocurrieron varias cosas que ameritan ser relatadas en orden cronológico, cual
si hubiera durado una eternidad, aunque pasaron con la velocidad de un rayo
frente a la comunidad educativa reunida a la sazón. Un nudo en la soga o algo
parecido provocó que la bandera se trabara a mitad de su glorioso camino
descendente. Los disimulados esfuerzos de Esther y de los escoltas por superar
el inconveniente fueron vanos. La señora Elsa Irene Rouquié de Saldívar comenzó
a impacientarse, aunque nadie que no perteneciera a su familia, concurrente en
pleno a la ceremonia, notó la diferencia bajo el perfecto maquillaje y el
rostro impertérrito. Entonces, Danielito, en medio del silencio mortal del
patio, lanzó el remanido epíteto,
seguido de una carcajada: “¡Mierda, hacés todo mal!”
Los concurrentes, azorados,
pensaron las siguientes preguntas, en ávida catarata: “¿Eso le enseñan en la
casa?”; “¿Así habla el hijo de nuestra ejemplar Directora?”; “¿Cómo reaccionará
la señora Elsa frente a semejante desplante?”; y así siguiendo.
Las piernas de la mujer comenzaron a aflojarse. Su fría
cabeza se esforzaba por encontrar salidas elegantes, instantáneas, a la
embarazosa situación, pero evidentemente no las hallaba. Había que hacer
algo... Esther se hizo cargo de la situación. Sin perder la calma soltó la soga
y se encaminó al púlpito donde su inmóvil madre sostenía el micrófono.
Yo soy culpable de la situación-
explicó a toda la comunidad educativa.- Suelo insultar así a mi hermano cuando
estamos solos.
Me sorprenden sus dichos,
señorita- respondió rápidamente la señora Directora, retomando el control de la
situación con una voz metálica que a Esther le resultó más helada que nunca- De
todos modos, lo justo es justo- Carraspeó ligeramente y elevó la voz- Una
abanderada debe ser ejemplo tanto dentro como fuera del ámbito escolar, y
evidentemente usted no lo es. Señorita Alejandra Larrañaga, dé un paso al
frente, por favor.
La sorprendida alumna obedeció al
ser aludida.
Señorita Larrañaga- siguió
diciendo la señora Directora- Reemplace en su puesto a la señorita Esther
Saldívar. Señorita Saldívar, abandone el puesto de abanderada, que sin duda no
merece, y reintégrese a la fila. Doy por concluido el acto. Felices vacaciones
para todos.
Esther, sintiendo el rostro
enrojecido y los ojos mojados, pasó con la cabeza gacha frente a Alejandra, que lucía una sonrisa ancha y
espléndida. Luego, con paso majestuoso, la señora Elsa Irene Rouquié de
Saldívar hizo abandono del púlpito, seguida de una salva de admirados aplausos,
mientras los alumnos se dispersaban en perfecto orden.
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