Esa mañana del 21 de julio marcó
mi vida para siempre, aunque no del modo que yo esperaba.
Durante mucho tiempo había
anhelado esa entrevista de trabajo. Era la posibilidad de poder hacer algo con
mi vida. La verdad es que me había resultado difícil descubrir mi verdadera
vocación. Me embarqué en varias carreras y oficios pero ninguno me había
satisfecho completamente. Es por ello que cuando leí en el periódico local que
convocaban aspirantes para trabajar en
el hospital, pensé “es para mí”. De algo tenían que servir los títulos que
había acumulado. Pero esa bendita mañana, parecía que todo en el universo se
había complotado para evitar que
llegase a tiempo. El despertador del celu no sonó, no había agua en el edificio
porque se había roto un caño, mi auto nunca arrancó y el taxi que conseguí me
dejó varada a mitad de camino por un desperfecto técnico. A esa altura yo
buscaba la cámara creyendo que era una broma de Tinelli. Me retrasé más de
media hora, pero llegué al hospital
justo cuando mis piernas parecían no poder sostenerme por más tiempo. Y
allí conocí a Marta; fue quien me entrevistó. Después de contarle acerca de
todos mis títulos y capacidades, me preguntó
si sabía para qué servicio era la convocatoria. Ante mi evidente
desinformación, me invitó a dar un paseo por el lugar. Mientras caminamos me
comentó que había llegado allí al igual que yo, con varios títulos y
habilidades, y que en ese hospital había encontrado su lugar.
Marta era la hija mayor de una
familia de madre separada y padre ausente.
Siendo muy pequeña asumió la
responsabilidad de cuidar a su hermano. Debía entonces administrar “interinamente”
la casa mientras la mamá estaba trabajando. Desde entonces conoció la
austeridad y aprendió a fabricar una comida con lo poco que contaba, a hacer su
propio pan; aprendió que si un corte de energía eléctrica era antecedido por un
ruido de escaleras, significaba que no habían pagado a tiempo la boleta de la
luz. Y aprendió que las lágrimas de su hermano sentado delante de una tele
apagada, no modificaban esa situación, sólo entristecían el rostro de su madre
cuando llegaba agotada de limpiar pisos ajenos.
Marta y su hermano aprendieron
que a Papá Noel y a los Reyes Magos no había que pedirles mucho, de manera que
también les alcanzase el dinero para
regalarle a otros niños, y a veces no
llegaban a tu casa si vivís lejos. Y
aprendieron que la ropa y los juguetes nuevos
no son los que se compran en los
negocios, sino que son la que te dejan los primos más grandes…
En este punto, mis lágrimas caían
como lluvia sobre mi rostro, la emoción me invadía y me sorprendía ver a mi compañera de paseo, relatar su historia
con una enorme sonrisa. Pero supe después
que no siempre pudo ver su vida de esta manera:
Ella había crecido rodeada de
mucho amor, pero mirando las cosas que otro tenían y ellos nunca podrían tener.
Entonces le reprochaba a Dios hasta cuándo deberían hacer tanto sacrificio, y
por qué la vida era tan difícil para ellos.
Apenas egresada de la escuela
secundaria, estudió la carrera de Maestra Jardinera, ya que era una de las
pocas ofertas académicas de su ciudad. Pero nunca pudo acceder a un cargo, ni
siquiera como suplente. Y también por ello le reprochaba a Dios por qué si
hacía las cosas con tanto amor y dedicación, todo seguía siendo tan difícil.
Para sobrevivir vendía las artesanías que realizaba y ayudaba a su
mamá a confeccionar tortas de cumpleaños que vendían a pedido.
Pasaron algunos años, se casó y estudió al fin una carrera
universitaria que ofrecían temporalmente en su ciudad: Enfermería. Con el
título en su mano comenzó a trabajar en un hospital.
Si bien algunas carencias ya no
existían, otras comenzaron a aparecer en su matrimonio: la rutina había
consumido el respeto, el buen trato y el
amor que en algún momento habían disfrutado. Y llorando le continuaba reprochando a Dios porqué la seguía
abandonando, hasta cuándo sufriría.
El matrimonio de Marta terminó y ella pudo encontrar un amor
verdadero, que se transformó en su compañero de ruta, en su amigo, y un padre
maravilloso para sus hijos.
Interrumpí el relato de la
enfermera diciendo “Bueno, al menos tanto sufrimiento y sacrificio terminaron
en algo lindo. Al fin Dios se acordó de usted”
Marta me sonrió y me dijo con su
tono más dulce: “Dios nunca se había olvidado de mí. Estaba trabajando conmigo,
me estaba preparando para mi tarea. Y me comentó que un día había recibido un
mail ofreciéndole un trabajo en ese Hospital, en el servicio al que nos
dirigíamos.
Cruzamos entonces un enorme
parque lleno de flores, árboles frondosos y juegos de plaza. Me sorprendió
encontrar un lugar tan agradable en medio de un hospital. No es lo que imaginaba.
Llegamos a una casa con grandes
ventanales y un cartel en la puerta que decía “Servicio de Oncología
Pediátrica”. Me paralicé y por un momento pensé en decirle que prefería no
entrar.
No pude hablar y la puerta se abrió. Y entonces quedé más
muda que antes. Aquello tampoco era como lo hubiera imaginado. Había muchos
pequeños con pañuelos o gorros cubriendo sus cabecitas desnudas, otros
conectados a equipos de oxígeno, otros con sus sueros a cuestas. Pero aquel
lugar no era sombrío ni triste. Marta había ideado aquel hogar. Estaba pintado de
colores y todos jugaban o realizaban distintas actividades, incluso acompañados
de sus papás o hermanos. Ella sabía lo importante que era la unión y el apoyo
de la familia para atravesar las situaciones adversas. Había una cocina enorme
donde realizaba distintos platos con los niños y algunas madres. Los mismos
amiguitos confeccionaban con la ayuda de Marta las tortas de cumpleaños y
armaban grandes fiesta.
La sala contigua era un aula,
Marta les daba clase y hacían sus tareas escolares. En la “sala de arte”,
confeccionaban artesanías que vendía la Cooperadora del Hospital para
recaudar fondos para el Servicio. Y en
las vacaciones de invierno, comenzaban con el “Taller Lúdico”, donde
confeccionaban y restauraban juguetes para regalar el día del niño, o que
enviaban en diciembre a los Servicios de Pediatría de los Hospitales cercanos.
A ese proyecto lo llamaban “Papá Noel y Reyes para todos”. Había otra sala de
Música, de Teatro… Marta había utilizado todos sus conocimientos y todas sus
herramientas en aquel lugar, con
aquellos niños. Pero el proyecto se había extendido tanto que necesitaba
colaboradores. Sin duda me uní a esa gran familia. Y apliqué mis conocimientos
de Psicología, Servicio Social y hasta el curso que hice de Decoración de
Interiores.
Entonces comprendí las palabras
de aquella enfermera cuando me dijo que Dios no la había abandonado nunca y la
había estado preparando para su tarea. Todo lo que vivió la enriqueció tanto
que ahora podía hacer cosas maravillosas.
Los ángeles, también pueden ser simples seres humanos,
imperfectos, que sólo le abren a Dios su corazón y se ponen al servicio de sus
hermanos. Cada uno con las herramientas que tiene.
Señoras y señores, yo conocí
ángeles sin alas, y viven todos en una casita de un hospital.
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