Bajó envuelto en un cono de energía. Aunque el espacio de Luzquistán se veía
desierto, sus detectores le informaron que millones de ocelos observaban
atentos cada uno de sus movimientos. Caminó, silencioso, hacia la muralla
espejada. Los edificios, colosales como montañas cortadas a pico,
encajonaban la luminosidad agresiva de
las calles.
Tybor-Azur, el
Guerrero de la Paz, enviado plenipotenciario de Arnubia la Inmortal, la Eterna,
irguió su figura orgullosa en medio de un paisaje deslumbrante. Palpó sobre el
hombro las puntas sobresalientes de sus flechas: filos de titanio que con el
calor de los dedos destellaron rojo, rojo, rojo, rojo. Un último rojo para el
pulgar, más intenso que los anteriores, cuando lo deslizó por la armadura fina
de una de las flechas, cargada de un poder implacable a punto de ser liberado.
Bastaba un roce más.
Recorrió por su
cinturón cada uno de los botones mortíferos, que respondieron al contacto de su
piel con destellos de alerta. Movió los hombros y sintió en la espalda el suave
movimiento de los propulsores, intactos.
Golpeó con los pies el
espejo húmedo del suelo y tembló la calle entera en una vibración que se
extendió muy lejos y trepó por los edificios monumentales, de los que asomaron
lucecitas tímidas, los presentidos ojitos de insectos a los que de inmediato
dominó con una mirada penetrante y firme.
El desafío estaba
lanzado. Arnubia la Inmortal, la Eterna, exigía la rendición incondicional de
Luzquistán.
Los insectos se
retiraron a las cavidades más remotas. La sola presencia del Guerrero de la Paz
bastaba para que la voluntad de Arnubia se impusiera.
La victoria era
completa.
Vini, vidi, vinci,
resonó como una carcajada en su voz triunfante. Trepó alto, rodó lejos: Vini,
vidi, vinci.
La reina Martysia ya
estaba arrodillada a sus pies. La cubrían por completo sus rizos dorados de
estrellas, una por cada satélite que hasta entonces dominara Luzquistán y ahora
pasaban sin resistencia a depender de Arnubia la Inmortal, la Eterna.
Martysia, con la frente rozando la humedad del suelo,
suplicaba con su gesto un poco de clemencia.
Tybor-Azur, con las
piernas arqueadas sobre ella y la mirada distante, se sintió dueño absoluto de
ese país donde nunca se hacía de noche, la patria que se jactaba de ser la
dueña de toda la luz del universo.
El Guerrero de la Paz
posó sus dedos sobre la cabeza de la reina vencida. Dibujó un círculo y una
corona centelleante recogió todas las estrellas doradas del imperio, se cerró,
espléndida por la voluntad del conquistador y la consagró, desde ese mismo
momento, soberana del nuevo espacio sometido.
Tybor-Azur sonrió. En
Arnubia conocerían paso a paso sus hazañas y festejarían con un gran banquete
un triunfo más en su larga historia.
Ofreció su mano generosa
a la repuesta reina y entraron, triunfales, al gran palacio imperial. Una
lluvia extraordinaria de ojitos brillantes bajó por las laderas de los
edificios y se alineó detrás de la pareja soberana en una larga cola de luz.
El cortejo los
acompañó hasta el doble trono construido de colores tan vívidos, tan completos,
que conformaban un blanco intachable. Marchaban con un ritmo acompasado de
voces que sonaron para Tybor-Azur con redoble de victoria y que la reina
Martysia acompañaba en un susurro.
El Guerrero de la Paz
volvió a palpar, una a una, las flechas. Los rojos colorearon cinco veces el
trono; en la última, con el más puro rojo, desconocido hasta para los
habitantes del país de la luz.
Había llovido la noche
anterior y a la hora en que el colectivo paró frente al alto edificio, desde el
cielo despejado bajaba potente el sol. El brillo de las calles y un poco de
sueño lo enceguecieron.
Los demás chicos ya
estaban ubicados en sus bancos cuando Tiborio Azul asomó tímidamente por la
puerta y la maestra lo invitó a entrar.
Sin que se oyera nada,
podía adivinar las risitas escondidas detrás de todos esos ojos fijos en él,
dispuestos a desnudarlo de vergüenza.
Se ajustó los grandes
anteojos, aunque estaban bien fijos sobre la nariz. Ya sabía cómo lo iban a
llamar, siempre pasaba lo mismo los primeros días. Para hacer algo con las
manos se acomodó la mochila que llevaba colgada a la espalda.
-Tiborio Azul –anunció
la maestra, muy seria- es desde hoy el nuevo compañero de clase.
Las risitas casi ni se
oyeron, pero se movieron de un extremo
al otro del aula como una ola de burla.
Tiborio se encogió,
paralizado. Sentía arder la cara, enrojecida. La maestra se acercó para
acompañarlo hasta su banco, el tercero contra la pared, después de la ventana.
-¡Tiborio! –escuchó
detrás, como una acusación- ¿Y por qué te pusieron un nombre tan feo?
-¿Azul como el color o
Azul como la ciudad?- preguntó una vocecita aguda desde el otro extremo.
La maestra impuso
silencio, antes de que el desorden se desatara del todo. Tiborio oyó desde la
calle un motor que aceleraba y sintió un gran frío que lo obligó a cruzar los
brazos y mantenerlos apretados contra el cuerpo. Quedaba, una vez más, abandonado al enemigo.
Una voz cálida resonó
desde un lugar impreciso:
-¿Y qué tiene? Azul,
como suena, no es un apellido feo. Peor el tuyo, Verconi, que ni verde sos.
Se entrecruzaron
respuestas cada vez más subidas de tono y la maestra debió imponerse otra vez.
-Gracias, Marta- dijo
a la dueña de la voz cálida-, pero no ayudes más.
Y después, con una
mano acariciándole la espalda:
-Bienvenido a tu nueva
escuela, Tiborio Azul.
La victoria parecía
completa. La reina Martysia era una aliada incondicional. Pero el verdadero
poder de Luzquistán no residía en el palacio, ni emanaba del trono. La energía
y la vida del país surgían de los abismos del Gran Cráter, donde cada uno de
los luzquistenses se sentía un auténtico rey, sólo obligado por una ley que
dirigía los pensamientos y conducía las acciones; una ilusión, un ensueño, un cuento
que habían heredado desde los tiempos más antiguos que recordaran, una quimera
de la que el Guerrero de la Paz oyó hablar con una sonrisa despectiva, algo que
nadie nombraba más que para sí mismo y pronunciaban en alta voz cuando cantaban
su himno guerrero, un símbolo que no podía verse ni tocarse, porque no era más
que una palabra, desconocida para el conquistador y nuevo soberano.
La decía el murmullo
que los había acompañado hasta el doble trono, con ella se saludaban sin
pronunciarla los luzquistenses cuando se cruzaban por los caminos. El Guerrero
de la Paz se encogió de hombros y respondió a las salvas que saludaban su
victoria: Sea, si es lo que quieren, mientras el trono sea mío.
Pronto comprendió que
si pretendía el poder real debía ir a buscar ese símbolo tan extraño al Gran
Cráter, rescatarlo desarmado y sin ayuda del abismo del caos donde se
encontraba en estado puro y traerlo como cetro, para gobernar.
Así que de inmediato
dispuso los preparativos de la expedición. Las tropas que llegaban desde
Arnubia la Inmortal, la Eterna, se unieron a los millones de luzquistenses
alineados detrás de la reina Martysia.
Comenzaron a trepar,
encolumnados y en silencio, hasta el borde de fuego del Gran Cráter. Los
ejércitos aliados subían en perfecta formación por el enorme cono coronado de
luz.
Tybor-Azur, con
Martysia a su lado, entonaba su canción preferida:
Arnubia, verdor en el desierto, tan larga es la memoria
de tus bravos guerreros que no puede narrarse de una sola vez.
Era la primera
estrofa, la más antigua, del himno de su patria. Henchía el pecho al comenzarla
para llegar a la última palabra con vigor.
Detrás, los infantes
de Luzquistán respondían con un coro grave que decía:
Luzquistán es mi tierra donde nunca oscurece, donde nunca
se apaga la amada libertad.
Tybor-Azur avanzaba a
grandes zancadas, sin sufrir la difícil pendiente ni comprender al coro de sus
espaldas, y continuaba:
Arnubia, en tus rincones se arroja el armamento, porque
en tu paz y abrigo es feliz el guerrero, descansa y sueña sin temores de los
días más duros, de penas y dolores.
El coro respondía:
Luzquistán, en tu fuego los bravos corazones, siempre van
bien provistos del calor de la vida, para vivirla libres desde todos los
tiempos, o entregártela entera cuando tu amor lo pida.
Al Guerrero de la Paz
lo halagaba ese rumor acompasado, redoblaba el entusiasmo por alcanzar la
cumbre, inspiraba hondo y cantaba:
Arnubia, manjar de los manjares, en tu mesa sabrosa
descansan los viajeros que han honrado tu nombre por los rumbos lejanos del
extraño universo.
Y el coro:
Será el hambre muy largo si lo quiere el destino y muy
corto el reposo que nos brinde la paz, pues no hay honra más grande para tu
pueblo altivo, que cantar Luzquistán, Luzquistán, Libertad.
La reina Martysia acompañaba al coro y trataba de hacer lo mismo con las estrofas del himno de
Arnubia, aunque al no conocerlas sólo podía repetir algunas palabras sueltas.
Tybor-Azur cantaba:
Arnubia, mi refugio más cálido de invierno, tan anchos
son tus ventanales que el cielo más oscuro no deja de alumbrarte.
Y el coro:
Luzquistán, es tu fuego tu cielo y tu ventana, al alma de
tus libres ninguna luz le falta.
Llegaron así al borde
de fuego del Gran Cráter. Ningún volcán de la vieja Tierra podía compararse con
aquel paisaje tremendo, que la vista no alcanzaba a abarcar sino después de un
largo recorrido.
Un círculo tan enorme
como la órbita de un planeta encerraba allá abajo selvas de árboles que en
lugar de hojas tenían llamaradas violeta, conductos cilíndricos y transparentes
entrelazados como telarañas superpuestas, por los que iban y venían puntitos de
distintos colores, entrecruzándose, dispersándose y volviendo a reunirse en
recorridos sin sentido; ciudades que semejaban pozos de sombra en medio de un
resplandor tan vivo, de las que emergían puntas diminutas, alfileres
insignificantes en un inmenso almohadón rodeado de fuego; ríos de lava roja,
amarilla, azul, se evaporaban en los recodos o en los saltos vertiginosos, pero renacían vibrantes de calor hasta
despeñarse en el mismo centro del Gran Cráter, el lugar inalcanzable hasta ese
día, un tornado de luces que se hundía en las profundidades desconocidas,
inexpugnable, misterioso.
Tybor-Azur dispuso que
las tropas formaran en semicírculo en el borde del abismo, ordenó que
aprontaran las armas y extremaran la vigilancia con centinelas escalonados en
la cuesta que acababan de recorrer, para cubrir la retaguardia.
Tantos eran, quizás el
mayor ejército que jamás había reunido Arnubia en toda su larga historia, que
antes de contemplar ese extraordinario territorio creían poder rodearlo, y
ahora apenas cubrían un arco que una sola mirada podía abarcar.
Debía descender un
guerrero, sin armamento, deslizarse por las telarañas complejas de la red que
comunicaba todos los puntos del cráter sin tocar un hilo, para que su presencia
no provocara alarma. Era imprescindible caminar lejos de las ciudades, no tenía
posibilidad de sobrevivir si intentaba cruzar uno de los ríos de fuego, porque
le sería fatal. Oculto entre los bosques de árboles violeta, debía explorar el
centro mismo de aquel inmenso paisaje. Tal vez, dejarse arrastrar hacia abajo
por el tornado, a lo desconocido, para descubrir la fuente de poder
inconquistado de los luzquistenses.
Sólo un guerrero
extraordinario como él, Tybor-Azur, sería capaz de realizar la hazaña. Luego,
volvería a trepar hasta el borde en el que aguardarían las tropas, dueño ya del
símbolo con que dominaría sin luchar hasta al último de los luzquistenses.
Ordenó a Martysia que
se irguiera ante las tropas, que la aclamaron parpadeando. Una inmensa
extensión de la ladera exterior del Gran Cráter se cubrió de puntos luminosos
que se apagaban y encendían en señal de ferviente sumisión.
Tybor-Azur, magnífico
con sus flechas con puntas de titanio y su cinturón de poder, a punto de
convertirse en un héroe legendario, recorrió con su índice el círculo de la
corona dorada, una y otra vez, hasta verla encendida de un rojo tan espléndido
que los puntitos luminosos de la ladera parpadearon con mayor excitación.
Había entregado el
mando. Se descalzó con solemnidad y fue depositando una a una sus preciadas
armas en manos de la reina, que las recibió respetuosamente inclinada hacia él.
Solo, liviano, seguro,
valiente, comenzó el descenso.
Tiborio Azul devoraba
el almuerzo. Esa mañana lo había agotado. Su padre se reía al verlo famélico,
su madre no alcanzaba a llenar el plato con una y otra comida, para calmarlo.
A la luz artificial
del departamento sin ventanas se veían algunos paquetes aún sin desatar.
Después de preguntarle
cómo le había ido y del “bien” hueco con que contestó, muy suavemente la madre
le recomendó que en los demás días no dejara de repartir las golosinas de la
mochila, pero que alguna se reservara para él. El padre le insinuó que también
le costaba adaptarse a cada nuevo trabajo y no era bueno quedarse detrás de la
puerta cuando los demás chicos se iban al patio.
-Así fue en las otras
escuelas –se consolaron, cuando él no podía escucharlos-. En poco tiempo hará
nuevos amigos, hay que tener paciencia. Menos mal que esa chica, Marta, le tomó
cariño desde que llegó. La maestra dice que lo está ayudando mucho. ¡Menos mal!
-¡Menos mal!
–suspiraron los dos.
Bajar por la ladera
era fácil y rápido. Se contenía para no tropezar con alguno de los hilos
trasparentes y quedar al descubierto. Había tanta luz que se sabía invisible
para los ocelos que pudieran detectarlo.
Llegó al primer
bosquecito y lo impresionaron unos árboles que sólo por la forma se parecían a
los demás. Los troncos eran similares a los de grandes eucaliptos, se
ramificaban también y terminaban en hojas. Lo novedoso era que ninguno se veía
sólido, no había madera en ellos sino una luz del color de la madera, tampoco
corteza sino otra de su color, y las hojas, también dibujadas por su propia
luminosidad, eran de un violáceo que irradiaba y las hacía crecer y
empequeñecerse, como si se agitaran al viento.
Caminó un largo rato
sobre la alfombra de un violeta más oscuro, siempre descendiendo, a cada paso
un poco más abajo, más cerca del objetivo final de la misión y más lejos de
Martysia y las tropas aliadas.
El bosque terminaba en
un río de fuego. Al principio creyó que era lava incandescente, así se veía
desde arriba. Al asomarse en las barrancas advirtió que corría por el cauce luz
y más luz, turbulenta, desenfrenada, despeñándose hacia el centro del cráter.
De la superficie se desprendía un vapor que los movimientos teñían con
distintos tonos, hasta elevarse en una niebla blanca, hecha toda de luz.
Estaba obligado a
bordear el cauce y a continuar descendiendo a su vera, sin animarse a cruzarlo
ni a sumergirse en él y dejarse llevar, ya que desconocía lo que podía
pasarle. Esto le daba la ventaja de
caminar hacia su objetivo, en una línea casi recta, y emprendió la marcha con
mucho ánimo, cada vez más seguro de llegar.
Sin darse cuenta,
comenzó a entonar el himno de su patria:
Arnubia, verdor en el desierto, tan larga es la memoria
de tus bravos guerreros que no puede narrarse de una sola vez.
Inspiró para continuar
con la segunda estrofa:
Arnubia, en tus rincones se arroja el armamento, porque
en tu paz y abrigo es feliz el guerrero…
Y escuchó, asombrado,
que una voz detrás suyo completaba:
…descansa y sueña sin temores de los días más duros, de penas
y dolores.
Más grande aún fue su
asombro al darse vuelta y comprobar que había pasado, hacía un segundo, junto a
otro joven guerrero semejante a él. Descansaba sentado en un tronco del color
de la madera y dejaba caer de sus manos manojos violáceos que temblaban en el
aire. También estaba completamente desarmado y se levantó para saludarlo con
una reverencia, a la que Tybor-Azur respondió con otra. El nuevo guerrero
cantó:
Arnubia, manjar de los manjares, en tu mesa sabrosa
descansan los viajeros…
Tybor-Azur completó,
entusiasmado:
…que han honrado tu nombre por los rumbos lejanos del
extraño universo.
Ya lo decía el himno y
no necesitaron preguntarse más: llevaban el mismo destino, venían de la misma
patria, ahora Tybor-Azur tenía un hermano con quien compartir el lejano rumbo
del extraño universo. Juntos conquistarían el preciado trofeo que les daría,
para la amada Arnubia, el mando absoluto de Luzquistán. Su compañero era
Alejzar, el Guerrero de la Justicia.
Continuaron
descendiendo un buen rato, siempre bordeando el río y bajando cada vez más
hacia el torbellino del centro del Cráter.
Llegaron al primer
inconveniente serio de la misión y se tiraron boca abajo a mirar atentos las
interminables redes transparentes, recorridas por puntos de color que se
entrecruzaban y se perdían en la gran telaraña. Era el complejo sistema con que
Luzquistán se comunicaba instantáneamente de un extremo a otro del Gran Cráter.
Tocar un hilo significaba delatarse y la misión quedaría arruinada. Sin
embargo, debían cruzarlo para seguir descendiendo. Un reducido espacio quedaba
entre la red y el suelo, por el que empezaron a arrastrarse. Los hilos, como
las hojas del bosque, simulaban moverse con los destellos de luz. Al tenerlos
sobre sus cabezas se convencieron de que no había riesgo de chocarlos si se
mantenían pegados al suelo, ya que la distancia era constante y suficiente.
Tybor-Azur andaba
adelante, como correspondía a su jerarquía de titular del trono, y su compañero
Alejzar seguía su rastro, como encajaba perfectamente en un Guerrero de la
Justicia.
En una oportunidad
Tybor-Azur intentó mirar hacia atrás y sin querer rozó uno de los hilos. Toda
la red parpadeó con puntos de un color único, desconocido. Duró lo que un
parpadeo y quietos, sin respirar, comprobaron aliviados que el tráfico de
señales retornaba a la normalidad, después de mantenerse apagado por completo
durante unos momentos.
Siguieron reptando
hasta que vieron adelante, lejos, el espacio oscuro erizado de agujas de una
gran ciudad. La red peligrosa se elevaba y se perdía en la luz, para volver a
verse bajando en ondas de una curva muy suave y larga, más destacada aún la
malla sobre el fondo en penumbras.
Acordaron desviarse
con el río, que continuaba con un extenso rodeo matizado de tanto en tanto por
bosquecillos de un violeta cada vez más tenue.
La boca del fondo del Gran Cráter, donde
todos los ríos de luz terminaban su recorrido, no se veía tan grande ni
destacaba en el marco de aquel imponente territorio por el que Tybor-Azur y
Alejzar habían descendido.
Los bosquecillos
quedaban lejos. Las redes de hilos transparentes pasaban muy alto; de ellas se
desprendían cabos sueltos que colgaban sobre el pozo y desprendían
acompasadamente gotitas de distintos colores.
Lo impresionante y
temible era el torbellino. Un tirabuzón que giraba frenético y sin pausa
abarcaba el diámetro de la boca y se hundía afinándose en la profundidad. Era
un embudo móvil y contenía todas las formas cambiantes que habían conocido en
el Gran Cráter, desde las sombras de las ciudades con sus agujas hasta las
hojas violáceas de los árboles, sueltas alrededor como cenizas que eran
atrapadas y arrastradas hacia abajo, al vértice invisible donde todo se
concentraba. El goteo permanente de los hilos alimentaba la luz del embudo,
daba la sensación de imprimirle ese movimiento enloquecido y sin pausa.
Los dos guerreros, por
primera vez, tuvieron miedo. No se habían animado a nadar en los ríos de luz,
pero ahora no les quedaba alternativa. Estaban obligados a sumergirse en esa
tromba desconocida que los arrastraría hasta el destino final de la misión, o
renunciar a ella cobardemente y reconocerse derrotados.
Se miraron, sin
hablar. Cada uno comprendió lo que el otro sentía. El Guerrero de la Paz,
desarmado, emprendería una guerra a muerte con un enemigo invisible. El
Guerrero de la Justicia lo acompañaría con las únicas armas de sus dudas.
Se inclinaron al mismo
tiempo sobre el último abismo y se dejaron caer.
Tybor-Azur luchó con
energía, agitando los brazos, para impedir que el torbellino lo obligara a
girar con él. Caía cada vez más veloz y más comprimido por un túnel que se iba
estrechando.
Alejzar lo seguía en
su caída, envuelto por una fuerza descomunal que anulaba su voluntad.
Llegaron a un lugar
tan estrecho que les era imposible seguir adelante. Quedaron suspendidos en una
luz muy densa, completamente nueva para ellos, una barrera que los encerraba y
les impedía moverse. Sentían los pies apoyados en el extremo más afinado del
embudo y aunque careciera de consistencia era el sostén que los había detenido
y el obstáculo para seguir descendiendo.
En las paredes móviles
comenzaron a aparecer millones de ocelos de todos los colores imaginables, que
los vigilaban atentos. Eran iguales a los de los luzquistenses y al mismo
tiempo idénticos a los puntitos de luz que conducían las redes transparentes
afuera, en el Gran Cráter.
El Guerrero de la Paz
admitió que estaban prisioneros en el núcleo de poder de Luzquistán y no les
quedaba ninguna posibilidad de luchar para liberarse.
El Guerrero de la
Justicia comprendió que la situación en que se encontraban era inevitable y
ninguna decisión podría cambiarla.
Los ocelos, sin dejar
de girar y multiplicarse, se concentraron poco a poco alrededor de los
guerreros vencidos, hasta formar una gran pupila de brillo límpido, bordeada
por un halo oscuro.
Forcejearon aún,
apretados por el torbellino, sin ningún resultado.
Era el fin. El fracaso
de la misión.
Quisieron inclinarse
uno ante el otro, para morir dignamente, pero el cerco de luz se los impidió.
La pupila pestañeó.
Fue como si por un
instante el torbellino desapareciera y todo el espacio se apagara y les
devolviera la libertad. De inmediato volvió a encenderse y con ella los
barrotes circulares.
El Guerrero de la
Justicia comprendió. Luzquistán, magnánimo, les ofrecía una tregua. Otro
parpadeo, más demorado esta vez, lo confirmó.
El Guerrero de la Paz
intentó rebelarse en el intervalo. Alejzar, sujetándole los brazos, se lo
impidió.
Tybor-Azur lo hubiera
golpeado con los puños de buena gana, si el apretón de luz no le mantuviera
inmovilizados los brazos.
Con el único dedo que
pudo mover, Alejzar le señaló hacia abajo, el vértice del torbellino. Vieron
que en él descansaba, cubierto con una coraza de ocelos, imperturbable, el
Guardián de la Verdad. Por intervalos se destacaba, nítido, y entonces el
vértice del torbellino se opacaba; luego se confundía en luces y sombras y el
vértice resplandecía en un punto lejano.
Aunque hubiesen traído
las armas más poderosas, ya no podrían descender ni un centímetro más. Del
Guardián de la Verdad emanaba una potencia tan enorme que hacía imposible
cualquier intento. La audacia, la valentía, el recuerdo estimulante de la amada
Arnubia, todo era inútil. El paso estaba cerrado y así seguiría para siempre.
Sólo les quedaba
aguardar la clemencia de los luzquistenses, un nuevo parpadeo y otros más
prolongados que les permitieran moverse hacia arriba, regresar a la boca del
torbellino e intentar otra vez el camino hacia el borde del Gran Cráter, derrotados
pero libres.
El deseo les fue
concedido. La pupila se apagó y dieron los primeros pasos hacia arriba. Cuando
Tybor-Azur amagó con volverse hacia el vértice, un poco más libre al
ensancharse el cono de luz, la pupila se encendió otra vez y Alejzar tiró de
él, obligándolo a seguirlo.
Ahora marchaba
adelante el Guerrero de la Justicia, subiendo paso a paso, de un parpadeo a
otro, seguido por el Guerrero de la Paz con gesto resignado.
Volvieron a caminar
entre los bosquecillos de hojas violeta, anduvieron río arriba y cruzaron
arrastrándose bajo las redes transparentes.
Fatigados,
hambrientos, vencidos, llegaron al borde del Gran Cráter.
Los ejércitos aliados
habían desaparecido. Nada les quedaba del poder, aunque del suelo Tybor-Azur
recuperó sus armas.
Se encaminaron en
silencio hasta el palacio. Ninguno de los dos se animó a cantar una sola
estrofa del himno de Arnubia la Inmortal, la Eterna. Con ellos, había sido
derrotada. Aún esperaban encontrar el doble trono, el símbolo de un pequeño
poder que por lo menos aparentaba grandeza.
En él los aguardaba
Martysia, rodeada por la totalidad de las tropas. Los luzquistenses la habían
secuestrado cuando las redes, que sin querer tocó Tybor-Azur al volverse hacia
Alejzar, los delataron.
Todo estaba perdido.
Se habían liberado del torbellino y quedaban ahora prisioneros en el palacio,
rodeados de enemigos. No podían usar las armas del Guerrero de la Paz, pues con
semejante poder ellos mismos, y Martysia, acabarían destruidos.
Tybor-Azur se desplomó
a los pies del trono.
Alejzar, cruzado de
brazos, contemplaba atento.
-No traigo el cetro
del poder –dijo con tristeza el Guerrero de la Paz-. Reconozco mi derrota. El
trono a tu lado ya no me pertenece. Regresaré a mi país, si me lo conceden,
seré la vergüenza de mi patria, y nunca más volverán a verme.
Martysia se puso de
pie lentamente, con la majestad de una reina. Se quitó la corona dorada,
sacudió con gracia la cabeza y un enjambre de estrellas echó a volar por el
palacio.
Los ocelos se
avivaron. Un coro comenzó a escucharse, alimentado por voces que surgían de
todos lados:
Luzquistán es mi tierra donde nunca oscurece, donde nunca
se apaga la amada Libertad.
Tybor-Azur levantó la
cabeza, sorprendido. Martysia se la había coronado con un círculo azul al que
las estrellas fugitivas daban un fondo espléndido, infinito.
-Trajiste el cetro en
tu corazón, Tybor-Azur. Está en tus manos, en tu cabeza, en tus pies, el poder
más grande que conocemos, el tesoro más valioso para cada uno de nosotros, los
luzquistenses, y que ahora también te pertenece. Es un regalo del Guardián de
la Verdad que muy de tanto en tanto un valiente debe ir a buscar para que el
trono se renueve. Tuviste la suerte de encontrar a Alejzar y él te ayudó en las
decisiones. No estás derrotado. La victoria es tuya, porque desde ahora también
llevarás a todos lados el verdadero poder, el bien que más apreciamos: la
Libertad.
El coro acompañó sus
palabras:
Luzquistán, en tu fuego los bravos corazones, siempre van
bien provistos del calor de la vida, para vivirla libres desde todos los
tiempos, o entregártela entera cuando tu amor lo pida.
Ya no era el hambre de
uno. Ese día en la mesa contaba el de Martysia, el de Alejzar, el de los
millones que formaban las tropas aliadas de Arnubia y Luzquistán. No se podía
creer que comieran tanto, era imposible concebir manjares más sabrosos que esos
panes, esa sopa, lo que vendría después…
El padre desplegó,
solemne, otra carta de traslado. Las letras no lo decían, pero en esas líneas
aparecían otra escuela, otros enemigos, otra guerra de conquista, quién sabe,
otro Gran Cráter con su torbellino.
Tiborio Azul, de solo
pensarlo, tuvo que desempañar los grandes anteojos.
El padre alisó el
papel con una mano y sin leer una sola palabra pensó en voz alta:
-Alguna vez esto
tendría que terminarse.
-Sí. Alguna vez
–confirmó la madre.
-Tibor, querido, ¿te
gustaría que consigamos una casa con ventanas grandes y nos quedemos a vivir en
este lugar?
No pudo contestar,
sólo acompañar al coro alegre que cantaba:
Arnubia, en tus rincones se arroja el armamento, porque
en tu paz y abrigo es feliz el guerrero, descansa y sueña sin temores de los
días más duros, de penas y dolores.
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