Aunque me cueste, voy a contar lo que vivimos Alicia y yo aquella vez,
sólo porque no soporto callarlo por más tiempo. Es como un tumor que llevo
adentro. Año tras año se ha ido pudriendo y yo con él: a veces lo siento en la
boca del estómago y ando días enteros sin probar comida; otras se me sube a los
pulmones, el aire me parece apestado y se me hace imposible respirar; me
tortura durante noches enteras y al día siguiente voy a mis cosas tan agotado
como si volviera de una guerra.
Creo que a Alicia le está pasando
algo similar, porque al cruzarme con ella la noté lánguida, triste, como si la
vida ya le pesara a los cuarenta.
Fue una noche a mediados de enero,
cuando éramos novios y la pasaba a buscar por la quinta de sus padres, que
todavía está en pie aunque cambió de dueños. Dábamos una vuelta por el centro,
tomábamos un helado, mirábamos vidrieras y si encontrábamos amigos nos
quedábamos a charlar bajo los tilos, en un banco de la plaza.
En aquellos tiempos las calles
parecían tranquilas. Casi todos nos conocíamos y se podía andar a cualquier
hora y hasta dejar las puertas de la casa sin llave, como costará creerlo
ahora.
Nos preparábamos para el gran
festival, el que desde hacía unos años ocupaba tres o cuatro noches de las
primeras de febrero. Se iluminaba un espacio del cerro abierto al cielo, una
antigua cantera, y desfilaban por su escenario los artistas más renombrados de
la época, hasta clarear y más también. La Negra Sosa, bien enraizada en la tierra,
los Indios Tacunau, con esa Marcha de San Lorenzo que nos hacía vibrar las
cuerdas del corazón, Horacio Guarany, que amanecía de pie sobre una mesa
cantándole a un vaso, Larralde, consagrado ahí mismo con su Quimey-Neuquén... Una multitud llenaba las piedras con sus
mantas y el mate infaltable. Desde ese hueco que hacía de caja, la música y el
canto resonaban a muchas cuadras de distancia. Sólo los cubrían de vez en
cuando los aplausos y aclamaciones con que se premiaba una buena actuación.
Hasta recibíamos turistas que se surtían de golosinas en una confitería en cuyo
frente habían escrito, en grandes letras, debajo del nombre del pueblo:
¿Quién
no te quiere?
¡Sólo
quien no te conoce..!
Y así era.
Habían pasado los festejos de fin de
año, Reyes, y se acercaba el otro, el que esperábamos disfrutar plenamente
porque el verano, de tan tranquilo, se volvía un poco bastante aburrido.
Por suerte la tenía a Alicia. Era
alegre, tan fresca con sus dieciséis años, con esas ganas de salir a bailar y
su facilidad para soltarse cuando encontrábamos la oportunidad de estar solos.
Allá íbamos, subiendo por la calle
lateral al cerro, hacia el tanque de agua que abastecía al pueblo. Era una mole
poligonal de cemento, gris, que interrumpía el cerco alto de alambre con que se
impedía entrar durante las noches de fiesta. O se intentaba impedir, porque doy
fe que muchos traviesos de entonces se avergonzarían hoy de confesar que
asistieron más veces de las que pagaron la entrada. Para el resto del año los
vecinos abríamos huecos, pero el celo de los organizadores ya los había
clausurado con alambres de púas.
Así que nos quedamos bajo una planta
de laurel muy desarrollada que nos ocultaba por completo. Era mejor entre las
piedras del cerro, más íntimo, pero no estaba nada mal el colchón de césped
abajo y arriba el cielo despejado, el aire tibio sobre la piel. Alicia me
transportaba a otro mundo y yo a ella, a un tiempo que no era tiempo y pasaba
sin darnos cuenta hasta que ella recordaba que debía volver a su casa.
Al costado de la calle se abría un
zanjón con el piso de tosca dura, por el que solía correr el agua noches y aún
días enteros, cuando las bombas sin control seguían funcionando y el tanque
desbordaba. Era nuestro balneario de chicos y esa vez el murmullo del torrente
agregaba un encanto más al sitio perfecto de nuestro amor.
Nos disponíamos para salir, pero
vimos que un auto con las luces apagadas se detenía cerca del tanque. Nos
escondimos detrás del laurel, pensando que era otra pareja detenida por el
cerco. Pero no. Era un Falcon oscuro y bajaron de él tres hombres. Uno daba
órdenes y los otros dos abrieron el baúl y arrastraron un bulto hasta la
escalinata de hierro que conducía a una claraboya cuadrada, cerrada por una
chapa, por la que se accedía al interior del tanque. Estábamos tan cerca que
nos dimos cuenta de que se trataba de un cuerpo humano. Uno de los hombres lo
cargó al hombro, trepó con bastante esfuerzo, descorrió la chapa y lo arrojó al
agua. Hicieron lo mismo con otro bulto que sacaron del baúl, mientras el que
daba las órdenes se quedó sentado en una piedra enfrente de nosotros y se puso
a fumar tranquilamente. El que había subido al segundo muerto, agitado, se paró
ante él y le preguntó:
-¿Qué hacemos con ese, teniente?
-mientras señalaba al auto. Levantó la cabeza, exhaló una bocanada y se
sonrió de una manera muy extraña, pasándose la lengua por los labios.
-Mándenlo adentro, también. ¡Que se
refresquen todos estos! –creo que al decirlo señalaba aguas abajo.
-¿Así nomás, teniente?
-¿Y qué te parece, pelotudo? ¿Ya te
cansaste? –se había levantado, amenazante.
El que no había intervenido en la
conversación fue al auto, abrió la puerta trasera y se colgó al hombro un joven
que parecía adormecido. No debía tener más de veinte años. Lo llevó caminando
hasta el pie de la escalera. Cuando pasaron a nuestro lado pude sentir que el
muchacho respiraba con dificultad y se quejaba débilmente. Tenía la cara
amoratada, el torso desnudo y los pantalones ensangrentados.
El teniente extrajo un arma, lo
sostuvo de los pelos mirándolo de frente y le disparó un tiro en el pecho. El
que había discutido con él lo subió hasta el agujero y lo arrojó al agua. Los
tres volvieron al auto y se alejaron. Unos metros más allá encendieron las
luces y desaparecieron.
Alicia temblaba entre mis brazos.
Creo que tenía convulsiones. Bajamos la cuesta a los tropezones y antes de
llegar a la esquina tuvimos que detenernos porque comenzó a hacer arcadas y
vomitó el helado. No supimos qué decirnos, ni esa noche ni los días que
siguieron.
Todo parecía igual: la gente, los
preparativos. Nosotros estábamos cambiados. Nos hablábamos poco; cada uno sabía
lo que el otro pensaba, pero no pasábamos de esos diálogos tontos que no llevan
a nada:
-¿Qué te parece?
-No sé...
Por primera vez desde que éramos
novios dejamos de vernos algunos días, como si nos tuviéramos miedo.
Lo mío, además de eso, era
curiosidad. Daba rodeos para evitar el tanque, lo que me obligaba a caminar
unas diez cuadras de más cada noche. Pero no podía eludir un impulso que me
atraía a esa abertura siniestra de nuestro secreto. Una tarde me compré una
linterna de bolsillo, dejé a Alicia cuando caía el sol y enfilé para el cerro.
Debí disimular tan mal que cualquiera que me viera caminar, apretando la linterna
en una mano y mirando al suelo, hubiese sospechado que estaba por cometer un
crimen.
Llegué al pie de la escalera y
después de mirar varias veces alrededor trepé como lo había hecho otras veces,
aunque de día, años atrás. Descubrí el cuadrado negro por el que salía el ruido
característico del remolino de agua cuando cargaban las bombas. La luz de la
linterna era escasa, pero pude ver claramente los tres cuerpos flotando,
hinchados, girando y girando en la prisión de cemento. Dos de ellos estaban de
espaldas y el otro, semidesnudo, miraba a la bóveda del techo como si esperara
que alguien llegara para cerrarle los ojos. Era el que habían bajado vivo y se
me ocurrió que aún lo estaría, aunque era imposible porque ya había pasado una
semana. Descendí trastabillando y me alejé corriendo y sin mirar atrás. Perdí
la linterna y no recuerdo si alcancé a cerrar la abertura con la chapa.
Esa fue la primera noche que no pude
dormir y muchas más sufrí después, por el resto de mi vida, este insomnio
maldito que me arruina los días.
En el pueblo empezaron a notar algo.
El agua salía de las canillas con un gusto raro. Dos semanas después, algunas
cañerías se obstruyeron y al destaparlas aparecían pedazos de piel inflada y
coágulos. El líquido exhalaba un olor dulzón, pegajoso.
El diario local se hizo eco de la
situación y los encargados de mantener el tanque fueron a ver de qué se
trataba. Aunque oficialmente no se dijo nada más sino que se tenía previsto
desinfectarlo, corrió la voz de que en el agua corriente nadaban tres cadáveres
descompuestos.
La manera en que el interventor
militar solucionó el problema pude conocerla, en parte, gracias a un ordenanza
de la municipalidad. Me contó una conversación telefónica de la que él,
mientras servía café, sólo podía escuchar una parte:
-Entienda, mi coronel, que se están
pudriendo ahí.
-...
-¡Y claro que tendrían que pudrirse
todos, carajo! ¿Pero adónde los mandamos? Ya no se puede... Sí, entiendo.
Entonces le encargo lo de los buzos tácticos. Yo... Sí, sí... La policía está
ahora mismo. ¿Cómo que pasado mañana? ¿No puede ser antes? Ah, entiendo,
entiendo, mi coronel...
La policía cortó la calle y las
entradas al cerro. Los buzos llegaron en una camioneta y a plena mañana
hicieron su trabajo. La noche anterior habían desagotado el tanque y el zanjón
estaba repleto. Esa tarde calurosa fue una fiesta para los chicos del
balneario. La profundidad les permitía zambullirse en clavado desde la parte
más alta y nadar sin estorbos en el agua renovada aunque el lugar se hubiera poblado
más que de costumbre. Hasta que se hizo un curioso silencio y se agolparon
todos en un recodo: habían encontrado flotando entre los pastos un pedazo de
mano que apenas podía reconocerse, con los huesos asomando entre la piel
desgajada por los hongos. El padre de uno de los chicos era policía, así que el
patrullero no tardó en llegar. Desalojaron el zanjón y se llevaron el insólito
hallazgo en una bolsa de plástico. Como siempre en estos casos, no hubo más
información que la que circuló boca a boca.
Se hizo el festival, pero ese año
fue distinto, o por lo menos a mí me lo pareció.
El despliegue de luces y sonidos era
el de siempre. La gente me parecía cambiada. Apática, desentendida del
escenario, como si cada uno estuviese concentrado en sí mismo. Los aplausos
sonaban más apagados y no llegaban a tapar la música de los parlantes, cada vez
más potente y mejor diseñada por los ingenieros de sonido.
¿Era yo o eran los demás? Me
preguntaba a cada momento qué había cambiado en esas bocas después de tomarse
el agua de los muertos, si las sonrisas tenían algo de diabólicas o besarían
igual cuando besaran a los vivos, impregnadas como yo las veía de ese gusto
dulzón que bien conocíamos aunque no pudiéramos confesarlo. Notaba que las
palabras se vaporizaban, inconsistentes, pura apariencia después de conocer la
realidad sin aceptarla, pero no podía distinguir si era así o sólo se trataba
de mi imaginación.
Mi relación con Alicia se deterioró
rápidamente. Creo que temíamos encontrarnos, porque aunque no dijéramos nada la
noche fatídica estaba ahí, entre nosotros, como una muralla que ensombrecía el
amor. Poco después decidimos cortar el noviazgo y quedamos como amigos, aunque
esa fue sólo una fórmula que en la práctica significó un saludo lejano o un
beso frío al cruzarnos.
No pasaron grandes cosas en todos
estos años. Por lo menos, nada que nos distinguiera de otros lugares: una tras
otra llegaron las crisis económicas y mientras muchos se encerraban en sus
exigencias diarias otros optaron por aparentar lo que ya no eran. Perdimos esas
noches de verano con música y canto y hasta me parece que más se fue aguas
abajo, aunque no sé, también cambié lo suficiente como para no animarme a
juzgarlo.
Del teniente no supe nada hasta dos
años más tarde. Resultó el yerno de un colectivero muy conocido y querido en el
pueblo que un día empezó a contar a los pasajeros el drama de su hija, casada
con un militar que se envanecía de las hazañas con que se venía ganando un
ascenso. Comenzó a hablar de pronto, sin que le preguntaran y muy contra su
costumbre, de cómo se habían trastornado sus vidas. El teniente detallaba los
operativos en que participaba de madrugada. La destrucción de familias
indefensas a las que les secuestraban los hijos y les desvalijaban la casa. Las
mujeres embarazadas que hacían desaparecer y la entrega de criaturas recién
nacidas a familias de bien, como él remarcaba. Hablaba después de unos vasos de
vino, en la mesa del domingo, sin consideración a nada ni a nadie. Una vez, con
la cara roja de satisfacción, contó enfervorizado una sesión de tortura. La
actuaba como si sus víctimas fueran los demás comensales. Ese mismo domingo su
mujer, la hija del colectivero, se descerrajó un tiro en la boca que le
destrozó el cerebro. Supongo que el arma sería la misma de aquella noche, junto
al tanque. Al viudo, poco después, lo ascendieron.
Y bueno... No encuentro más que
poner, o no se me ocurre cómo. Yo seguí mi vida y Alicia la suya, cada uno tuvo
sus hijos, como tantos en el pueblo, que prospera pero no crece.
No sé por qué al dueño de la
confitería se le ocurrió cubrir con pintura la leyenda de la fachada, con la
que recibía a los turistas. A veces me sonrío cuando paso y alcanzo a leerla,
aunque borrosa, como si quisiera recordarme un tiempo de ingenuidad que no
volverá:
¿Quién
no te quiere?
¡Sólo
quien no te conoce..!
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