Apenas comenzaba a
gotear cuando Marina entró al auto. Con un ademán casi mecánico, limpió un
círculo de suciedad inexistente en el parabrisas frente a ella, justo a la
altura de los ojos, para poder ver mejor el camino. Ese mismo movimiento
mecánico la hizo volver a apoyarse en el respaldo del asiento, y hundirse un
poco en él, como si el frotar el puño de la manga contra el vidrio frente a sí
la hubiera transportado a otro lugar, a un campo de sembrados coloridos, de sol
radiante, radiante como el que había visto esa misma mañana. Recordó la luz del
sol descomponerse y recomponerse sobre las rayas de la remera de su hija, en
tonos que viraban del rosa al violeta y otra vez al rosa. Recordó haber visto
todo esto y por un breve instante se sintió viva. Estaba viva. Respiró
profundo, sacudió la cabeza, encendió el auto y comenzó a andar. Una gota aquí,
una gota allá. Finita, caía la lluvia.
El paisaje
amarillento fue tornándose gris. Gris por las nubes, gris por las construcciones
que ahora comenzaban a emerger, una aquí, una allá. Marina miraba los costados
del camino, la ruta vacía, a veces el tablero, a veces el volante. Sentía que
ya había visto este mismo cuadro antes, en otro momento de su vida. “¿Y cómo
no verlo?” pensó. “Hace años que voy y vengo”. Su vida tenía algo de
circular, como ese volante que tenía entre las manos. Podía girar para un lado,
podía girar para el otro, pero en esencia siempre volvería al centro, a la
normalidad. “Cómo no verlo...”
A medida que
el auto avanzaba, las gotas de lluvia crecían en cantidad y en tamaño. Marina
tenía la extraña sensación de que el avance del auto hacía que la lluvia
aumentase. Los caminitos en el parabrisas crecieron y pasaron de ser cabellos a
pequeños ríos impetuosos. Una imagen del granizo cruzó su mente. “No,
granizo otra vez no. Todavía estoy lejos de la ciudad, no encontraría
resguardo.” Miró el cielo por la
parte superior del parabrisas, inclinándose un poco sobre el volante. Vio que
el cielo estaba gris, pero no plateado, y se sintió aliviada de saber que no
era probable que granizara.
El auto avanzaba,
la lluvia avanzaba. Las pequeñas gotas que habían caído al comenzar el viaje
eran ya gotas gruesas, pesadas. Pronto la lluvia había doblado su volumen. Pronto
la lluvia había triplicado su volumen. Marina aminoró la marcha, esforzándose
por ver el camino. Las nubes oscurecieron el sol (¿o se había escondido el sol
ya?). La visibilidad en la ruta era de unos pocos metros.
Y luego de dos
horas, o tal vez tres, divisó aliviada el cartel que anunciaba la entrada
pŕoxima a la ciudad. En media hora estaría allí, llegaría a su casa, miraría
una película, se bañaría, descansaría. La imagen de la luz del sol en la remera
de su hija volvió a cruzar su mente. Sonrió.
Cruzó la entrada
de la ciudad y comenzó a adentrarse en ella por una callecita. Divisó en la
esquina un gran charco de agua, que más podría llamarse laguito. El laguito
alcanzaba las cuatro esquinas. Bajó la velocidad, cruzó el charco, siguió
avanzando. Unas cuadras después dobló a la izquierda. La calle estaba cubierta
de agua, tanto era así que ninguna parte del concreto era visible. Marina
respiró profundo, intentó calcular la profundidad. Miró hacia los costados, no
pudo divisar los cordones de la vereda, miró hacia atrás por el espejo
retrovisor y descubrió que retroceder no era una mejor opción: detrás de ella
el agua cubría toda la calle. Decidió avanzar tan lento como fuera posible.
Volvió a girar a
la izquierda. Avanzaba lento. Marina no se dio cuenta de que a medida que
avanzaba, el nivel del agua subía, que el golpeteo de la lluvia sobre el
parabrisas y los vidrios laterales se reproducía por millar sobre la superficie
del agua, ya sin tocar el pavimento, y que la lluvia que caía sobre su auto
mismo resbalaba y se vertía sobre la otra agua, agua sobre agua. En pocos
minutos comprobó con horror que no podía controlar ya su auto. Estaba flotando.
Un escalofrío
recorrió su cuerpo. Inútilmente intentó maniobrar, frenar. La lógica del agua no
seguía a la suya propia, sino que arrastraba el auto caprichosamente,
meciéndolo como a un bote, a babor y a estribor, el sonido de la lluvia como
una canción de cuna lúgubre, como un confutatis. El terror creció dentro
de ella. Consideró salir del vehículo, pero tan pronto como giró la cabeza para
ver sus posibilidades, divisó una ola de agua marrón que venía directamente
hacia ella. El grito de Marina quedó solapado por el ruido del agua al
estrellarse contra los edificios, las casas. El auto navegó ahora a gran velocidad. Marina, con los ojos
tapados, gritó, gritó como si su grito fuera a detener las aguas, y sintió para
su sorpresa que el auto se detenía y que el agua la liberaba.
Tomó aire, quitó
las manos de sobre los ojos cerrados, y encontró que la ola había depositado su
auto de frente a la calle, casi perfectamente estacionado sobre el primer piso
de un edificio en construcción que vino a ser para Marina una especie de
Ararat.
* * *
Apenas comenzaba a
gotear cuando Montserrat llegó a la puerta del edificio en el que vivía. Buscó
hacer coincidir la llave en la cerradura, pero los paquetes que llevaba en los
brazos no se lo permitían. Intentó una vez, y escuchó un sonido vidrioso. Ahí
no. Intentó otra vez, y escuchó un sonido metálico y agudo. Ahí tampoco.
Intentó una tercera vez y escuchó un sonido metálico grave, un chasquido, y
giró la muñeca. La puerta cedió, Montsé hizo algunos malabares con los
paquetes, cerró la puerta con el pie, oyó el “clac” que confirmaba el éxito de
la operación y se dirigió a las escaleras. Subió un tramo, llegó al descanso,
tomó aire, acomodó los paquetes. Subió el segundo tramo, llegó al descanso, oyó
el reloj del vecino dar cuatro campanadas. Subió el último tramo, llegó a su
puerta. Repitió el minuet para llave y cerradura que había tocado en la puerta
de entrada, esta vez con más seguridad, giró la llave, entró, y apoyó los
paquetes en el suelo.
Se lavó las manos,
y con las manos todavía húmedas buscó un CD en su biblioteca. “Von Karajan,
sinfonía 9 de Beethoven, primer movimiento...” Montsé siempre elegía qué
música escuchar guiada por un instinto absolutamente caprichoso. Le provocaba
una gran satisfacción escuchar los primeros compases de esa música que solo
segundos antes había resonado en su mente. Apretó un botón, luego otro. Se
sucedieron unos compases de vientos en crescendo, y luego de unos
segundos, la orquesta resonó con imponencia. “Beethoven sí que sabía
describir tormentas” pensó.
Giró sobre sus
talones y se dirigó a la cocina. Poco a poco, comenzó a acomodar los productos
que estaban en los paquetes, todavía abandonados en el suelo. Dejó la mente en
blanco, ocupándose solamente de escuchar la música que inundaba el ambiente y
el tintineo de las latas en los estantes. Ya acomodaba un paquete en una
alacena, ya daba la entrada de los cornos en un pasaje crucial.
Fuera de la
ventana, la lluvía aumentaba. Montsé seguía absorta en la belleza de la música.
El tiempo pasaba, el reloj del vecino volvió a sonar. Dominante, dominante,
tónica, y el aplauso de Montsé. Al término de la sinfonía, el departamento
quedó inundad en silencio. Poco a poco, Montsé comenzó a percibir los sonidos
que la sinfonía había ocultado. El motor de la heladera, una gotera, pero por
sobre estos, el de la lluvia. Un poco sorprendida y ahora consciente de haber
perdido noción de lo que pasaba a su alrededor, se acercó al ventanal que daba
al balcón, y vio que la lluvia era tan intensa que apenas podía ver el edificio
en construcción que estaba justo en frente. Tomó un paraguas, salió al balcón y
corrió las macetas para que las plantas no se ahogaran. Hizo esto con un
sentimiento similar a la culpa, como si fuera su culpa que lloviera
tanto, por haber puesto una sinfonía que claramente imitaba a la lluvia, y la
atraía, como una danza africana.
Buscó compensar su
mala acción. Fue a la biblioteca y buscó algo que evocara un día soleado. No
encontró nada allí. Tuvo una idea repentina, se dirigió a la mesa y tomó un CD
que estaba allí. Había estado escuchando esa música más temprano, porque le
pareció adecuada para el día de sol brillante que resonaba a través del
ventanal. El concierto grosso de Bradenburgo, el cuarto. El de las flautas. “El
sonido de las flautas es el más soleado”, se dijo.
La alegría
de las flautas y el clave la distrajeron nuevamente. La música se sucedió, un
compás tras otro, un disco tras otro. Montsé bailurreaba mientras barría. De
pronto notó que bajo el ventanal se alargaba un charco de agua. Corrió hacia la
cocina y trajo varios trapos. Al llegar al ventanal escuchó con horror un
sonido como el grito de una multitud en una cancha de fútbol. Por su mente pasó
una imagen del mar, y en un rápido ademán pegó la nariz al vidrio. Vio una ola
de agua sucia pasar por debajo de su balcón y arrastrar a su paso autos,
árboles, bolsas. Arrastrar un auto blanco, o gris, y depositarlo en el edificio
en construcción. La luz se cortó, Montsé quedó atónita, pegada al vidrio.
* * *
Apenas comenzaba a
gotear cuando Julián subió al tren. Sentía que la cara le ardía por haber
pasado varias horas bajo el sol esa mañana. Sin embargo, la temperatura había
descendido, y el viento fresco que golpeaba la piel quemada le traía un poco de
alivio. Sentado en el tren, abrió la ventanilla a su izquierda, y dejó que el
viento propio de la velocidad le acariciara el pelo, lo despeinara, lo
relajara. Apoyó una mejilla contra el metal del vagón, y en esa posición, y
tras haber acomodado las piernas, se hundió en un recuento de peripecias del
día. Llegó así al momento en que ella le había acariciado la mano. Sintió esa
caricia como si ocurriera allí mismo, en el tren. Volvió el recuerdo para
atrás, buscó sentirlo otra vez. Fue un toque sutil, y probablemente no hubiera
tenido para ella tanto significado como para él, pero eso no le importaba. La
caricia era suya, y nadie podía quitársela. Se espació en esta escena una y
otra vez hasta quedarse dormido. El tren fue ganando velocidad.
Fue una gota en la
punta de la nariz lo que hizo que se despertara. Estaba en la misma posición
que antes, un poco ladeado a la izquierda, pero con los brazos y parte de los
muslos mojados. La lluvia, ahora intensa, entraba por la ventanilla abierta y
se estrellaba contra su piel, como si quisiera lavar de él cada átomo,
cualquier átomo que ella hubiera dejado. Todavía entredormido, cerró la
ventanilla. Sacó un abrigo de su mochila, se secó ligeramente con él y se lo
puso. Por la ventanilla pasó la luz débil de un cilo, y Julián se dio cuenta de
que habían pasado ya dos horas desde que estuvo en el andén y se subió al tren.
En media hora más volvería a estar en un andén.
Al bajar del tren,
notó que la lluvia era intensa, y consideró tomar un taxi. Caminó hacia la
salida, llegó al cordón de la vereda, y se dio cuenta de que la cortina de
lluvia no lo dejaría divisar un taxi. Tomó entonces su mochila con fuerza,
metió las manos en el bolsillo para sentir el calor de su propio cuerpo, y
comenzó a caminar por entre los charcos.
La medida del agua
ascendía a medida que Julián avanzaba por las calles. Hacía ya varias calles
que se había resignado a mojarse las zapatillas, a sentir el agua fría entre
los dedos de los pies. En ese momento, el agua llegaba hasta más arriba de sus
tobillos, y el avance se dificultaba. Pensó en pedir asilo en alguna casa, pero
concluyó que el agua no podría subir mucho más, y que tal vez en unos minutos
llegaría a su casa, donde podría quitarse la sensación de la ropa mojada de la
piel, ducharse, dejar de ser un anfibio y volver a ser humano.
Sin embargo, el
nivel del agua siguió ascendiendo, y lo que antes había sido un paso lento y
húmedo era ahora una mezcla de andar y nadar, el agua a la cintura.
Al doblar la
esquina, Julián se detuvo horrizado. Sintió que por sus piernas pasaba una
corriente de agua violenta que le impedía tenerse en pie. Giró sobre sí y divió
a unos metros una gran ola que se dirigía hacia él. Quiso gritar, pero no pudo.
Cerró los ojos, se zambulló, y nadó por debajo de la ola con la suficiente
suerte de que ninguno de los objetos que el agua arrastraba lo golpeara.
* * *
Apenas comenzaba
a gotear cuando Mariela empezó a cocinar. Le gustaba cocinar para sí,
esforzarse en lograr platos complicados que consumía en un tercio del tiempo
que le había llevado cocinarlos. Era conocida en distintos círculos culturales
por ser una catadora de vinos aficionada pero con cierto talento. Su actividad
favorita consistía en adivinar cada uno de los condimentos de las comidas que
le ofrecían. Se jactaba de haberse educado a sí misma para explotar este
talento; su jactancia tenía el curioso efecto de alejarla de los banquetes
distinguidos. Esto era en verdad un asunto curioso para Mariela, que aunque
pensara y repensara no conseguía dilucidar. Pero si las personas no se cuidaban
de tener su preciosa compañía, se convenció un buen día, ella se haría
agradable compañía a sí misma. Fue entonces cuando comenzó a cocinar.
La presa que
estaba en el horno cambiaba de color a medida que pasaban las horas. Había sido
de un amarillo pálido, casi blanco, y ahora comenzaba a tornarse dorada. Miró
impaciente un reloj con forma de pera que estaba al lado del horno. Lo miró por
espacio de un minuto hasta que salió de él un sonidito metálico e histérico.
Tomó entonces un pincel y un recipiente que tenía un líquido espeso y marrón,
tan marrón como el agua que subía en la calle justo abajo de su balcón, pero
que ella desdeñaba. Pintó la presa, la volvió a su cálido sitio, y se dirigió
al sillón. Desde allí prendió el televisor y se perdió en la contemplación de
las imágenes que de él emanaban.
* * *
Apenas comenzaba a
gotear cuando Daniel sintió el olor a humedad del ambiente. Supo enseguida que
esa no era una lluvia pasajera, una lluvia de otoño. Supo que iba a llover, y
mucho. Apretó el paso y caminó a través de un parque. El olor al jazmín que
descansaba sobre un monumento a unos pocos metros confirmó su parecer. Lo mismo
ocurrió con una madreselva un poco más adelante. Daniel sentía que a veces era
consciente de realidades que otros no veían. Esta característica hacía que sus
amigos y su familia se mofaran de él muy seguido, que lo tildaran de negativo y
de atraer la desgracia. Por ejemplo ahora, sabía que iba a llover, que iba a
llover mucho. Pensó en llamar a su esposa y prevenirla, pero descartó la idea;
sabía que ella, en tono de cansancio, asentiría y lo ignoraría.
Y a pesar de todo,
no podía volver a su casa. No podía dejar su trabajo a medio hacer. ¿Qué diría
su jefe al otro día? Que era un holgazán, que le pagaban por terminar su
trabajo y hacerlo bien. Que debería haber llevado un piloto consigo. ¿Cómo
explicarle que ese día por la mañana el cielo no tenía una sola nube? ¿Que no
podía prever que iba a llover? Ocho horas seguidas en la calle, dejando cartas
acá, paquetes allá.
A medida que la
carga de su saco disminuía, la lluvia aumentaba. Sólo quedaban unos pocos
sobres cuando el agua le llegó a la mitad de las pantorrillas. Tras reflexionar
unos segundos, Daniel supo que esa era excusa suficiente para volver a su hogar
sin terminar su trabajo, así que volvió sobre su camino hacia el sur de la
ciudad.
El olor del agua
le daba naúseas. El agua subía desde un arroyo pobremente entubado que en su
infancia cruzaba por allí, libre, sin tanto edificio encima. Entonces tenía ya
ese mismo olor nauseaundo, y Daniel se sintió transportado a otras épocas. A la
época en que su padre y él iban en un bote pequeño a pescar por la parte ancha
del arroyo, la que aún está a las afueras de la ciudad, y juntaban pescados de
distintos tamaños, casi todos marrones o grises, todos con un olor horrible.
Recordaba reflexionar sobre si los peces provocaban el olor del arroyo, o si el
arroyo llenaba a los peces de su olor.
Recodó que pocos días después de este viaje de pesca, la maestra de
tercer grado había planteado a él y a sus compañeros un acertijo sobre un huevo
y una gallina que Daniel encontró tan imposible de resolver como el asunto de
los peces y el arroyo.
Avanzó como pudo,
con el agua hasta las rodillas. Pensaba en si su mujer habría cerrado bien las
ventanas, en si le prepararía un café fuerte para entrar en calor. Se merecía
un café. Recreó en su mente el olor al café negro y fuerte, y este pensamiento
lo estimuló a seguir avanzando con un poco más de alegría. O un poco menos de
pena.
Dos cuadras más.
Tardaba tanto en recorrer cada cuadra. El agua arrancaba plantas, macetas,
botellas, bolsas. Tenía el cuerpo hasta la cintura metido en el agua. Pensó en
refugiarse en el hall de algún edificio, pero existía la posibilidad -más bien
segura- de que el agua subiera y se ahogara. Ahogarse. Recordó con terror que
no sabía nadar. Que el olor al arroyo le había hecho odiar siempre el agua, y
por tanto nunca había aprendido a nadar. Entonces comenzó con desesperación a
golpear todas las puertas que alcanzaba, a gritar. El agua subía, el frío no lo
dejaba sentir los pies. No sabía si pisaba el piso, si flotaba. Puerta por
puerta rogó ayuda, y entonces sintió un fuerte olor a gasolina. Con horror miró
hacia su iquierda y vio que una ola de gran tamaño arrastraba varios autos y se
dirigía hacia él. Gritó, gritó tan fuerte como pudo. Algo le golpeó la cabeza.
Un instante antes de desmayarse sintió un olor nuevo que nunca había sentido
antes, olor a luz, a color blanco, y supo que era el olor de la muerte.
* * *
Marina vio el agua
correr y arrastrar y arrancar todo a su paso. Vio autos de colores que no podía
distinguir por la oscuridad, y por el agua y la lluvia. Vio árboles, plantas,
bancos. Vio bolsas de basura, vio un caballo, vio perros, gatos. Todo lo que
pasaba por su vista estaba muerto.
Una vez que hubo
pasado la ola, el agua, que había quedado agitada y convulsa, empezó a
aquietarse, y empezó a subir a la superficie lo que la corriente inferior había
arrastrado y mantenido en su poder. Se sintió afortunada de haber sido depositada
en un lugar moderadamente seguro, pero también se sintió culpable de haberse
salvado mientras que otros no tenían esa oportunidad. Intentó pensar qué
razones tenía Dios para hacerla nacer de nuevo, y la imagen de su hija volvió a
su mente. Cuánto le había rogado su hija que la llevara consigo ese día. Pero
Marina sabía que tenía que trabajar, y encontraba más conveniente no traerla
consigo. Pensó en esto último con culpa y con alivio, ¿qué hubiera pasado si
estuviera su hija allí? ¿Si no hubieran tenido la suerte de ser depositadas en
un edificio en construcción? ¿O qué hubiera pasado si no hubiera tenido la
suerte que tenía, de estar allí, y estar viva? No habría vuelto a ver a su
hija. Su hija tendría una última imagen de su madre yéndose en el auto,
negándose a llevarla.
Marina vio pasar
una bolsa, luego otra. Con horror notó que una de las bolsas tenía uniforme de
cartero. Allí, frente a ella, pasaba una persona que había perdido la lucha
contra el agua. Recordó la sensación que había tenido más temprano ese día, la
sensación de estar viva, y supo que ese hombre nunca más tendría una sensación
como la suya. Entonces surgió de ella un grito. Gritó. Gritó como si hubiera
conocido al cartero de toda la vida.
A la par de su
grito oyó otro grito. Dejó de gritar instintivamente, como si su grito no
mereciera ser tan oído como el que venía desde afuera. Se asomó ligeramente al
parabrisas y vio que un hombre joven intentaba nadar, y gritaba ruidos y
chorros de agua. Quiso ayudar, pero sabía que si descendía del auto, el auto
caería al agua.
En la oscuridad
vio una luz pequeña venir del edificio que estaba frente a ella. La luz se
descomponía con la forma de la lluvia.
Vio al hombre retorcerse un poco, luego dejar de ir con la corriente. Cerró un
poco los ojos para ver mejor, y pudo distinguir que el hombre colgaba en el
aire de algún hilo invisible. Con avance penoso, el hombre surgió del agua,
primero el torso, luego la intura, luego las nalgas, finalmente las piernas.
Subía como suspendido de su propia esperanza. Subió y subió hasta llegar al
segundo balcón, el lugar de donde venía la luz. Marina pudo apenas distinguir a
una joven que tomó al hombre por los brazos y tiró de él hacia arriiba, como se
tira de una red de pescar. Al menos él estaba a salvo. Respiró alividada.
* * *
Por el vidrio veía
que el agua arrasaba con todo a su paso. Árboles, animales, autos, basura.
Montsé sentía que la capacidad de desplazarse había dejado su cuerpo allí,
inmóvil, sin voluntad. Por sobre el sonido del agua podía oír el sonido de los
objetos que el agua arrastraba chocar y romper vidrios, golpear las paredes.
Pero por sobre estos ruidos oyó con claridad un grito. Era el grito de un
hombre.
Sin pensarlo,
abrió el ventanal y salió al balcón. El ruido del agua era ensordecedor.
Intentó abstraerlo de su mente y concentrarse en el grito. Vio pasar entonces
un señor con uniforme. Supo que el grito no venía de él, pues seguía la
corriente sin resistirse, boca abajo. Estaba atónita, desesperada, pero volvió
a concentrarse en el grito. Entonces vio que por su izquierda, a unos veinte
metros, venía nadando en una mezcla irregular de estilos un hombre de su edad.
Gritaba desesperado. Montsé corrió hasta la cocina, a tientas, y consiguió
extraer de un cajón una soga larga. Se detuvo, pensó, y sacó del mismo cajón
una potente linterna. Ató la soga al balcón, y en el otro extremo ató una de
las macetas. Tiró la soga y la maceta, y con la linterna alumbró como pudo al
hombre. El hombre dejó de gritar y miró en su dirección. Montserrat alumbró
entonces la soga. No estaba segura de que el hombre tuviera fuerzas suficientes
para subir desde el agua hasta su balcón. Se concentró en él, como si fuera lo
único que existía, como si con solo mirarlo pudiera transmitirle un poco de sus
fuerzas. Y grande fue su alegría cuando vio que el hombre logró asirse de la
cuerda y subir de a poco. Subió, subió. Cuando estuvo al alcance de Montsé,
esta lo tomó de los brazos y lo tiró hacia adentro. Estaba a salvo y tiritando.
Con el mismo
ímpetu, Montsé tiró de él hasta el baño, lo sentó en la bañera, y abrió el
agua. El agua corrió por el cuerpo del hombre, llevándose las hojas de los
árboles, el barro del agua. Corrió por unos minutos, el hombre se miró los
brazos y las piernas, cortados y algunos sangrantes. Se cubrió el rostro con
las manos y comenzó a llorar desesperadamente. Montsé saltó dentro de la
bañera, se sentó con él bajo el agua de la ducha y lo abrazó.
* * *
El agua arrastró
a Julián varios metros. No sabía decir cuántos exactamente. Sintió que lo
rozaban distintos objetos que no podía ver, pero que pudo distinguir al tacto:
un tronco, una botella, una bolsa. Cada roce le producía un corte que el agua
salada y sucia se encargaba de quemar, pero Julián, ajeno al dolor, procuraba
mantenerse con vida. Al pasar la ola, nadó como pudo para volver a la
superficie. La oscuridad era total. Logró sacar una mano del agua, y el roce
del viento y el golpeteo de la lluvia le indicaron que allí estaba la
superficie.
Sacó la cabeza,
miró alrededor. El agua le hacía arder los ojos. Entendió que estaba solo, y
que necesitaba ayuda, y con las pocas fuerzas que le quedaban, entre sorbos de
agua que intentaba escupir, gritó. Gritó, metros y metros de gritos.
Vio pasar a su
alrededor cuerpos de animales, cuerpos de humanos. Su propio cuerpo había
bloqueado la noción de lo que pasaba, y lo había enfocado en gritar, gritar y
nada más.
De pronto, sintió
en el rostro una especie de calor. Razonó inmediatamente que no era calor, sino
una luz. Siguió la luz hasta un balcón unos dos o tres metros más arriba,
varios metros más adelante. La luz se desplazó de su rostro. Sintió una
profunda desesperación, ¿lo habrían visto? ¿Lo ayudarían? Siguió la luz hasta
justo debajo del balcón, donde pudo distinguir una sombra recta. Era una soga.
Con esfuerzo cruzó despacio la calle a nado, hasta quedar del lado del balcón,
y se dejó llevar ligeramente por la corriente hasta llegar a la luz y la soga.
Se tomó de la soga, comenzó a subir. Años más tarde, Julián recordaría un
ascenso por la soga que le llevara varias horas, pero que Monsté decía que
había durado apenas unos minutos.
Al final de la
soga, unas manos lo tomaron con firmeza, lo tiraron hacia su salvación. Las
mismas manos lo siguieron tirando hasta un lugar blanco, frío. Lo sentaron. A
causa de tanto gritar, no podía hablar, y no estaba seguro de si debía decir
algo. Sintió agua limpia correr por su cuerpo, primero fría, luego tibia, luego
caliente. Recuperó la sensación de tener pies, de tener piernas, de ser un ser
humano completo, y sin siquiera saber por qué, al ver los cortes en su cuerpo,
cortes cuyo dolor no podía sentir, comenzó a llorar, a llorar como nunca antes
había llorado.
* * *
Volvió a tener
consciencia de sí cuando se cortó la luz, como si el corte de luz hubiera sido
un corte en el cordón umbilical, y de golpe tuviera vida propia. Le molestó la
repentina interrupción. Un sonido vino de la cocina: el reloj con forma de pera
anunciaba la próxima capa de la presa en el horno. Detrás del sonido del reloj,
escuchó gritos, gritos desesperados. Mariela pensó en qué hacer primero, si
atender el horno o la ventana, y entendiendo que no había nada que hacer por
quien gritaba afuera, se dirigió a la cocina.
Cumplido su deber
culinario, y tal vez por curiosidad, se dirigió al ventanal que daba al balcón.
Vio a través de este que un auto estaba estacionado en el edificio en
construcción, a la misma altura de su balcón. Miró hacia abajo, vio el nivel
del agua, y razonó que quien condujera el auto no lo podría haber metido allí a
voluntad. Pero tampoco podía entender cómo había llegado hasta esa altura.
Dirigió su
atención hacia los gritos. Vio a un hombre joven retorcerse en el agua.
Entendió que no podría hacer nada por él y se persignó. Vio luego que una luz
enfocaba al hombre. A través de la lluvia pudo distinguir un rostro de rasgos
agradables, deformado en un grito. Intentó pensar cómo sería el hombre si
estuviera seco, si lo hubiera conocido en otras circunstancias.
Algo pasó por
enfrente de su vista y se detuvo frente a su balcón, a la altura de sus ojos.
Era una soga que caía desde algún balcón más arriba. La luz que antes enfocaba
al hombre iluminaba ahora a la soga. Mariela siguió los movimientos del hombre
hasta la soga, y lo vio comenzar a ascender por ella. Horrorizada, pensó en la
posibilidad de que el hombre desconocido, cansado de subir, se quedara en su
balcón y pidera entrar. Tan rápidamente como pudo, cerró la persiana del
ventanal y se refugió en la cocina. Encontró una aceituna sobre la mesada y se
la comió.
* * *
Pasó la noche, el
agua descendió. La débil claridad del día siguiente entró por ventanas y
ventanillas, y encontró a Marina despierta, tensa, desesperada; a Montserrat
envuelta en una gruesa manta, rendida ante el sueño por el cansancio, acostada en el piso de su sala; a Mariela
dormida en su cama, soñando con la excelente receta de la noche anterior; a
Julián también dormido por el cansancio del acontecimiento, borrada totalmente
de su mente la caricia indiferente que había recibido el día anterior; y a
Daniel en uno de los grandes desagues de la ciudad, en la compañía de otros
hombres y mujeres, perros y gatos, árboles y plantas que, como él, sucumbieron
ante el poder de las aguas.
Y así como el agua arrasa y destruye, para
quienes la vencen, reordena y construye, y nadie se queda sin premio ni
pérdida. Porque aunque los días pasen, y las personas vuelvan a su vida
cotidiana, aunque los años pasen y todo sea un mal recuerdo, la lluvia puede
volver a caer, el agua puede volver a subir, y los roles que fueron pueden
cambiar.
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