En aquel árbol -dijo mi abuela- hay un viejo duende
que en la parte más retorcida del tronco
se sienta para mirar a los niños.
Cada vez que pases por el cerro
te saludará con su sonrisa, amable y lenta,
y reirá, sonoro como un címbalo,
espantando a los pájaros del bosque.
Yo quería mucho a aquel canoso duende
que no tenía otra preocupación en la vida
que la de estar sentado
en el tronco más siniestro del árbol.
Todas las tardes hablaba de él con mi abuela,
mientras ella me miraba con bondad y melancolía
porque sabía todos los secretos de los duendes.
Cierto día, mientras caía la tarde en el espeso bosque,
deseé con toda mi fe que jamás se fuese del árbol
y que nunca dejáramos de saludarnos en secreto.
Entonces, una limpia carcajada sonó a lo lejos
haciendo estremecer la joven luna sobre el cerro
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