domingo, 23 de junio de 2013

JESÚS Y EL LOBO Por Enrique Rodó

Era la soledad de los campos, una noche de invierno. Nevaba.
Sobre lo alto de una loma, toda blanca y desnuda, se apareció una forma blanca también como el camino cubierto de nieve. En derredor de esa forma flotaba una claridad que venía, no de la luz, sino del nimbo de una frente. El caminante era Jesús.
Allá donde se eriza el suelo de ásperas rocas, un bulto negro se agita. Jesús marcha hacia él. Él viene como receloso a su encuentro. A medida que el resplandor divino lo alumbra, se define la figura de un lobo, en cuyo cuerpo escuálido y en cuyos ojos de siniestro brillo está impresa el ansia del hambre.
Avanzan. Párase el lobo al borde de una roca, ya a pocos pasos del Señor, que también se detiene y lo mira. La actitud dulce, indefensa, reanima el espíritu del lobo. Tiende éste el descarnado hocico
Y aviva el fuego de sus ojos famélicos; ya arranca el cuerpo de Sobre la roca... ya se abalanza a la presa... ya es suya... cuando Él, con una sonrisa que filtra a través de su inefable suavidad de palabras:
- “Soy yo” Le dice.
Y el lobo, que lo oye en el rapidísimo espacio de atravesar el aire para caer sobre él, en el mismo rapidísimo espacio muda maravillosamente de apariencia; se trasfigura, se deshace, se precipita en lluvia de fragantes flores. A los pies de Jesús, entre la nieve, las flores forman como una nube mística, sobre la que el divino cuerpo flotara.
El Señor, mirando las flores que a sus plantas había, hizo sonar los dedos como quien llama un animal doméstico. Entonces debajo del manto de flores se levantó, cual si despertara, un perro grande, fuerte y de mirada dulce y noble, de la casta de aquellos que en las sendas del monte San Bernardo van en socorro del viajero perdido.

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