sábado, 29 de junio de 2013

Chacales y árabes - Por Franz Kafka

Acampábamos en el oasis. Mis compañeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó a mi lado; había estado ocupándose de los camellos y se dirigía a su tienda.
Me eché de espaldas en la hierba; traté de dormir; no podía; un chacal aullaba a lo lejos; volví a sentarme. Y lo que antes estaba tan lejos, de pronto estuvo cerca. Me rodeaba una multitud de chacales; ojos que destellaban como oro mate y volvían a apagarse; cuerpos esbeltos que se movían ágil y rítmicamente, como bajo un látigo.
Por detrás de mí, uno de los chacales se acercó, pasó bajo mi brazo, se apretó contra mí, como si buscara mi calor, luego se colocó enfrente y me habló, mirándome con fijeza: -Soy, con mucho, el chacal más viejo. Me alegra grandemente poder saludarte por fin. Ya casi había perdido toda esperanza, hace tanto, tanto que te esperábamos; mi madre te esperó, también la suya, y una
tras otra todas sus madres, hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
-Me asombra -dije, olvidándome de encender la pila de leños preparada para ahuyentar con el humo a los chacales-, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad he venido del lejano Norte y estoy de paso por vuestro país. ¿Qué queréis de mí, chacales?
Y como alentados por estas palabras, tal vez demasiado amistosas, estrecharon el cerco en torno de mí; todos jadeaban con la boca abierta.
-Sabemos -comenzó el decano- que vienes del Norte; en eso residen nuestras esperanzas. Allá existe la comprensión que no encontramos entre los árabes. De esta fría arrogancia, bien lo sabes, no se puede arrancar la menor chispa de comprensión. Matan animales para comérselos y desprecian la carroña.
-No hables tan alto -dije-, hay árabes que duermen aquí cerca.
-Realmente, eres un extranjero -dijo el chacal-; si no, sabrías que ni una sola vez en la historia del mundo un chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué habríamos de temerles? ¿No es ya bastante desdicha que debamos vivir exilados entre semejante gente?
-Puede ser, puede ser -dije-, no quiero juzgar asuntos que están lejos de mi competencia; parece una enemistad muy antigua; debe estar en la sangre; tal vez sólo termine con la sangre.
-Eres muy sutil -dijo el viejo chacal; y todos jadearon más ansiosamente; agitados, a pesar de estar inmóviles; un olor rancio, que a veces me obligaba a apretar los dientes, emanaba de sus fauces abiertas-. Eres muy perspicaz; eso que. has dicho concuerda con nuestra antigua tradición. Así es, haremos correr su sangre, y terminaremos la lucha.
-¡Oh! -dije, con demasiada vehemencia quizás-; ellos se defenderán; con sus armas de fuego los matarán a miles.
-No nos comprendes -dijo él-, es una condición bien humana, que según veo también existe en el Norte. No queremos matarlos. El Nilo no nos bastaría para purificarnos. Nos basta ver sus cuerpos vivientes para salir corriendo, hacia el aire puro, hacia el desierto, que por eso es nuestra morada. Y todos los chacales del círculo, a los que se habían agregado mientras tanto muchos otros que venían de más lejos, hundieron los hocicos entre las patas delanteras, y se los frotaron para limpiarse; parecían querer ocultar una repugnancia tan espantosa, que sentí deseos de dar un gran salto sobre sus cabezas y escapar.
-Entonces, ¿qué os proponéis hacer? -pregunté, tratando de ponerme de pie, sin conseguirlo; dos jóvenes bestias me habían aferrado con los dientes la chaqueta y la camisa por detrás; tuve que quedarme sentado.
-Te sostienen la cola -explicó con serenidad el chacal viejo-; es una señal de respeto.
-¡Soltadme! -exclamé, volviéndome alternativamente hacia el viejo y hacia los jóvenes.
-Naturalmente, te soltarán -dijo el viejo-, ya que es tu deseo. Pero tardarán un poco, porque han mordido profundamente, como es su costumbre, y ahora deben aflojar lentamente los dientes. Mientras tanto, atiende nuestro pedido.
-Vuestra conducta no me ha predispuesto demasiado a atenderlo -dije.
-No nos reproches nuestra torpeza -dijo él, y por primera vez recurrió al tono lastimero de su voz natural-, somos unas pobres bestias, sólo tenemos nuestros dientes; para todo lo que queremos hacer, lo malo y lo bueno, sólo disponemos de nuestros dientes.
-Bueno ¿qué quieres? -le pregunté, no muy reconciliado.
-Señor -exclamó, y todos los chacales aullaron; lejanamente, remotamente, me pareció una melodía-. Señor, tú debes poner fin a esta lucha, que divide el mundo en dos bandos. Exactamente como eres tú, nuestros antepasados nos describieron al hombre que llevaría a cabo la tarea. Queremos que los árabes nos dejen en paz; que el aire sea respirable; que la mirada se pierda en un horizonte purificado sin su presencia; que no oigamos el quejido de la oveja que el árabe degüella; que todos los animales mueran en paz; para ser purificados por nosotros, sin interferencia ajena, hasta que hayamos vaciado sus osamentas y pelado sus huesos. Pureza, queremos sólo pureza -y aquí lloraban, sollozaban todos-. ¿Cómo soportas este mundo, noble corazón y dulce entraña? Suciedad es su blancura; suciedad es su negrura, un horror son sus barbas; basta ver las órbitas de sus ojos para escupir: y cuando alzan el brazo vemos en sus axilas la entrada del infierno. Por eso, señor, por eso, ¡oh, amado señor!, con la ayuda de tus manos todopoderosas, degüéllalos con estas tijeras.
Y respondiendo a un movimiento de su cabeza, apareció un chacal, de uno de cuyos colmillos colgaba un pequeño par de tijeras de costura, cubiertas de antiguo herrumbre.
-Bueno, ya aparecieron las tijeras, iY ahora basta! -exclamó el guía árabe de nuestra caravana, que se había deslizado hacia nosotros con el viento en contra, haciendo restallar su enorme látigo.
Todos huyeron rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente apretados en un grupo tan rígido y apiñado, que parecía un pequeño hato, acorralado por fuegos fatuos.
-Así que tú también, señor, has contemplado y oído esta comedia -dijo el árabe, y rió tan alegremente como lo permitía la sobriedad de su raza.
-¿Tú también sabes lo que quieren esas bestias? -pregunté.
-Naturalmente, señor -dijo él-, todo el mundo lo sabe; mientras existan árabes esas tijeras se pasearán por el desierto, y seguirán vagando con nosotros hasta el último día. A todo europeo se las ofrecen, para que lleve a cabo la gran empresa; todo europeo es justamente aquél que ellos creen enviado por el destino. Esos animales alimentan una loca esperanza; tontos, son verdaderos
tontos. Por eso los queremos; son nuestros perros; más hermosos que los vuestros. Fíjate, esta noche murió un camello, lo hice traer aquí.
Aparecieron cuatro mozos que arrojaron ante nosotros el pesado cadáver. Apenas lo depositaron, los chacales elevaron sus voces. Como arrastrados por otras tantas cuerdas irresistibles, se acercaron, titubeantes, frotando el suelo con el cuerpo. Se habían olvidado de los árabes, olvidado de su odio; la presencia del hediondo cadáver los hechizaba, borraba todo lo demás. Ya uno se prendía del cuello, y con el primer mordisco llegaba hasta la aorta.
Como una diminuta y patente bomba aspirante, que quisiera con tanta decisión como pocas probabilidades de éxito apagar algún enorme incendio, cada músculo de su cuerpo se estremecía y se esforzaba en su tarea. y pronto se entregaron todos a la misma tarea, amontonados sobre el cadáver, como una montaña.
Entonces, el guía los fustigó una y otra vez con su cortante látigo,
vigorosamente. Alzaron la cabeza, en una especie de paroxismo extasiado; vieron ante ellos a los árabes; sintieron el látigo en los hocicos; dieron un salto hacia atrás, y retrocedieron corriendo, hasta cierta distancia. Pero la sangre del camello ya había formado charcos en el suelo, humeaba, el cuerpo estaba abierto en varios sitios; volvieron, nuevamente alzó el guía su látigo; detuvo su brazo.
-Tienes razón, señor -me dijo-, dejémoslos seguir con su tarea; además, ya es hora de levantar campamento. Lo has visto. Maravillosas bestias, ¿no es verdad? ¡Y cómo nos odian!


(*) Franz Kafka nació en Praga en 1883, y murió en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena, en 1924. De familia judía, se adhirió al sionismo y proyectó un viaje a Palestina que no llegó a realizar. En la Universidad de Praga estudió derecho, y en 1906 obtuvo el doctorado en dicha especialidad. Hasta 1908 trabajó en la carrera judicial. Posteriormente se empleó en una compañía de seguros, trabajo en el que permaneció hasta 1917, fecha en que la tuberculosis le obligó a ausencias intermitentes, hasta que en 1922 tuvo que abandonar definitivamente el trabajo. Desde 1908 hasta 1913 viajó por Italia, Francia, Alemania, y Austria.
Sus obras manifiestan con lucidez y maestría la perversidad de la burocracia, las limitaciones de la comunicación humana y, en suma, el absurdo de la existencia y su supuesto orden, organización, y sentido.
Obras: Consideraciones (1913), La metamorfosis (1916), La sentencia (1916), La colonia penitenciaria (1919), Un médico Rural (1919), libro de relatos, Carta al padre (1919), Un artista del Hambre (1924). Escribió tres novelas inacabadas, El Proceso (1925), El Castillo (1926), y América (1927). Se suman a su producción La muralla China (1931) y Diario 1910-23 (1927). Póstumamente se publicaron las cartas escritas a su traductora checa Milena Jasenka: Cartas a Milena.

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